martes, 7 de septiembre de 2010

Los apuntadores

A Fer y a mi inagotable capacidad para reiterarme.



Contexto: En un país ubicado en el extremo sur del continente americano transcurre el año 2010. En el resto del mundo también.
Empujados por la desesperanza generalizada multitudes de jóvenes y no tanto organizan terapias de choque para combatir el desasosiego instaurado por la falta de futuro producto de los continuos errores socio-geo-políticos del gobierno y también por la falta de fe en cualquier cosa.
Las multitudes de jóvenes y no tanto salen en paseos diurnos a patear palomas en busca de un alivio físico que domestique al menos domesticable estado del alma. También producen pintadas masivas de la cara del general, pero con bigote y sombrero mariachis.
El estado reacciona y por decreto, aunque no hubiera hecho falta tal gesto de autoritarismo porque la oposición completa comprende y apoya la medida en pos de preservar al electorado, decide la implementación del sistema de apuntadores. Sostiene que la desesperanza generalizada y la ausencia de fe no se deberían a los continuos errores socio-geo-políticos, por otro lado inexistentes, si no a la eterna condición del ser humano de reiterar sus falencias en los hechos sucesivos que arman al final una vida. Por esto y sin más decide asignar a cada ciudadano de la república un apuntador: un sujeto que firmemente formado recuerde a quien tiene a su cargo, las respuestas erróneas a situaciones correctas para evitar de esta manera mojar la pata, una vez más, en el mismo charquito.

Caso N° 1

Ciudadano Luis: ya sé Miguel, pero que querés, el frío me pone ermitaño.

Apuntador Miguel: sí, ahora estás ermitaño, pero en unos días cuando llegue la primavera y veas a todas las minitas en la calle, con musculosas y polleritas vas a mirar alrededor y vas a estar solo, y ahí te vas a querer tirar un tiro en las pelotas.

Ciudadano Luis: No seas tan drástico. Me lo decís como si no hubiera hecho todo lo posible para que la cosa funcionara.

Apuntador Miguel: Justamente, no hiciste todo lo posible. Te tomaste el palo con la cola entre las patas, y esa cola te va a salir del otro lado y va a ser lo más parecido a una pija dura que veas en tu vida.

Ciudadano: ¿Podrías no ser tan bestialmente gráfico? A veces siento que lo mejor para los dos sería que me cambiaran de apuntador. No cuestiono el contenido pero la fooorma... ¿Entendés la diferencia?

Apuntador Miguel: Sí, claramente Luis. La diferencia madre es que yo tengo sangre en las venas y vos no. Mirá, mi función no es insistirte ni convencerte de nada. Yo solamente te puedo recordar situaciones pasadas, muy similares a la actual, para que vos veas que seguís siendo el mismo gil de siempre, y que eso te va a sacar verrugas en el culo.

Ciudadano Luis: ¿Entonces qué hago?

Apuntador Miguel: Yo no puedo decirte qué hacer. O a ver, como poder podría, pero no me toca, y además vos sos medio pendejo, si te digo hacé esto vas a hacer lo otro y yo para pendejos ya tengo los míos. (Hace una pausa y sigue) Te tiro las situaciones pasadas de características similares a la actual a ver si te iluminás un poco:

(El apuntador Miguel saca de su maletín una carpeta que dice: Ciudadano Luis. Relaciones afectivas no efectivas. Lee en vos alta)

Situación 1: inicio de la relación, verano de 2007. Final abrupto e injustificado, invierno de 2008.

Ciudadano Luis: lo de abrupto e injustificado sabés que es relativo.

(El apuntador lo mira por sobre sus anteojos)

Apuntador Miguel: Relativo a tu condición de cagón. (Sin darle tiempo a responder prosigue). Nombre de la pareja: Mariana, estudiante de letras. Linda mina, te hace reír. Un poco temperamental. Tajante al momento de las decisiones pero justa. Exigencias medidas, buen trato. Situación detonante de la separación: ella se va a un congreso de letras en Rosario, te avisa desde el micro porque "le salió la beca de estadía y no lo supe hasta hoy". El ciudadano siente falta de compromiso en la relación y una defectuosa comunicación. Por mensaje de texto le comunica a Mariana que se siente poco acompañado. Hablemos a tu vuelta. A la vuelta un monólogo donde el ciudadano arguye distintas idioteces, y que mejor estar solos en lugar de una falsa realidad de pareja. Mariana te mira con los ojos muy abiertos, toma un sorbo de café y ¿estás bien vos? ¿Te das cuenta lo que me estás diciendo? Este congreso estaba buenísimo para mí, y no sabía que iba a poder ir. ¿No te parece un poco injusto? El ciudadano calla. Prefiero que sea ahora que todavía no estamos tan enganchados. Mariana entiende todo, deja cinco pesos para el café. Se levanta y se va. Nunca más se ven.

(El apuntador vuelve a mirarlo por sobre sus anteojos. El ciudadano calla con un gesto de chico injustamente mal señalado).

Situación 2: Inicio de relación, octubre de 2008. Finalización más injustificada que la anterior, agosto de 2009. Nombre de la pareja: Lara. Actividad: jefa del área de relaciones laborales de una fábrica de aceites. Datos especiales señalados: 5 años mayor que el ciudadano.

(interrumpiendo la lectura)

La verdad que a las minas no las entiende ni su vieja eh, porque esta también, linda chica, una vida casi hecha y encargarse de un tibio como vos...

Ciudadano Luis: Mirá Miguel, yo hago lo que puedo.

Apuntador Miguel: No Luis, casi nunca en la vida hacemos lo que podemos. En general hacemos lo que sabemos hacer, lo que nos enseñaron, lo que es más fácil o rápido, lo que vimos hacer a otros el día anterior. Pero de ahí a lo que realmente podemos hay una distancia gigante. Bue... sigo.

Situación detonante: el ciudadano propone a la pareja convivir en su casa porque siento que nos entendemos y que estaría bueno dar ese paso. Sí Luis, a mí me encantás, pero creo que necesito un poco más de tiempo. ¿Tiempo para qué? Bueno, no sé, todavía quiero un rato más para mí sola ¿entendés? Levantarme algunas mañanas despatarrada en la cama, pavadas. (En un intento de ser gracioso) Si es por la cama podemos comprar una king. (Ella se ríe enternecida) Sí, de una, a ver, me gusta lo que me decís y es una idea común, pero necesito un rato más así como estamos. ¿Me entendés? Sí, creo que sí. Esa noche el boludito sale con sus amigos y se mueve a una morocha que en sus palabras: "no podía ni recordar su segundo nombre". No contento con esta idiotez, se plantea el desafío aún mayor de superarse, va y se lo cuenta a Lara. Sos un pendejo Luis. Andate. El se va sin intentar nada.

(Pausa en la lectura. Mirada en el papel. Y sigue)

Situación 3.

(El ciudadano, interrumpiéndolo). Ok, basta. Ya entendí.

domingo, 5 de septiembre de 2010

Idea para teatro breve. Posible título: Ella y el descamisado

Personajes:
Descriptor de escena
Ella
Público 1
Público 2

Acto 1

Descriptor de escena: En la mitad del escenario hay un hinodoro y una mujer sentada en él. La mujer está desnuda pero un diario muy grande que sostiene con ambas manos delante de sí protege al público de su desnudez. En un gesto rápido o abrupto la mujer se incorpora y grita con la máxima potencia de su voz:

Ella: LA CUENTA POR FAVORRRRRRRRRRRRRRRRRRRRR

DE: La mujer es hermosa de una manera un poco anticuada. En su teta derecha tiene un tatuaje de Evita y bordeando su pezón izquierdo un hexagrama minúsculo del I Ching que se reitera infinitamente, como se reiteran los pezones, que son circulares. De su cuello cuelga una lupa de metal plateado. Con la mirada congelada en el frente Ella repite como para sí misma con voz casi inaudible:

Ella: La cuenta por favor
DE: Público 1 le arrima un papel higiénico que está lleno de cálculos de todo tipo. La cuenta. Público 1 se queda parado al lado de Ella con la mano extendida. Ella gira la cabeza y lo mira durante cinco segundos con los ojos a media asta, luego toma el papel. Público 1 vuelve a su asiento. Ella toma uno de los extermos del rollo y deja caer todo el resto, que rueda en orden por el pasillo hasta el final de la sala.

Acto 2

DE: Ella está parada en la mitad del escenario. Atrás el hinodoro y el diario tirado al lado. En su mano la punta del rollo. Lo deja caer. El clima general de todos sus movimientos es de una desorientación segura y pautada. Dicho esto transcurren cinco segundos en silencio y entonces Ella toma la lupa que cuelga de su cuello y mira el hexagrama minúsculo que bordea su pezón izquierdo. Con este gesto empieza su monólogo
Ella: (Monólogo a desarrollar)
Acto 3
DE: Acto 3. Nexo dramático entre el 2 y el 4. El tres... (Monólogo de DE a desarrollar. Empieza con un reflexión un poco desvariada sobre el significado del 3 en la numerología.)
DE: Mientras el tiempo se me va en palabras inútiles Ella camina siguiendo el papel hasta la última fila. El público, con el torso quieto, la sigue con cabezas que giran hasta el límite del dolor.
Acto 4
DE: Ella está parada ahora a la altura de la última fila de la sala. Un cálculo del papel le llama la atención. Se dobla en dos y pega la nariz casi contra el piso. Toma su lupa y mira con detenimiento. Tiembla un poco. No hay en su acción ningún signo de registro de alguna de las personas que la rodean. El público 2, sacándola de su cavilar numérico, la sorprende:
P2: ¿Tenés frío?
DE: Cuando Ella conteste y diga "muriendo" lo hará estirando la N
Ella: Me estoy muriennnndo de frío. No me había dado cuenta hasta que me preguntaste.
DE: P2 se saca su camisa y se la da. Ella la toma sin dudarlo y se la pone. Intrigada toma nuevamente la lupa y mira las tetillas de P2. Con el índice derecho las circunda, como buscando algo. Luego lo mira agradecida y se va. P2 la sigue con la mirada hasta que desaparece trás la puerta de la sala y así se queda por 10 segundos. La sala queda en silencio, espectante. P2 se para de su butaca, todavía con la mirada en la puerta. El público niega con la cabeza, y sólo con la cabeza. El torso quieto. P2 gira de un golpe la cabeza hacia donde la acción había comenzado, como si hubiera recordado algo. Busca con la mirada y camina hasta el escenario. Recoge del piso el comienzo o el final del royo, dependiendo de dónde se lo mire, y junta todo el papel desandando su camino. Luego, sale tras ella.
Cae el telón

domingo, 22 de agosto de 2010

Alerta meteorológica

Decidí que lo mejor sería ir caminando hasta casa. Al final no eran más de cincuenta cuadras. Hacía una semana que el pronóstico avisaba lluvia. Para hoy: alerta meteorológica punto 7. Me divirtió pensar que los meteorólogos hubieran ideado una escala para las alertas y se me ocurrió que sería bastante útil trasladar esta escala a las alertas que se prendían todos los días en mi conmutador mental. Esta, la de hoy, era sin dudas una alerta punto 3. Tampoco es cuestión de exagerar. El único problema grave que tenía es que desde hacía varios días una tristeza medio molesta se me había metido por alguna grieta que no tenía vista, y la muy miedosa no quería salir. Por eso pensé que si tal vez caminaba abajo de la lluvia mi tristeza se sentiría contenida por la masa, y finalmente saldría. O tal vez que yo, tan preocupada por todo el agua que caía sobre mí no sentiría culpa en agregar algunas gotas más al montón. Ahí pensé cuánta gente llorando se necesitaría para igualar una tormenta punto 7 en la escala de los meteorólogos.

jueves, 19 de agosto de 2010

Basura mental

I

En el andén hay al menos 100 personas esperando que el tren llegue a la estación. Mientras pienso esto pienso también cuántos relatos empiezan con "En el andén" y a la vez pienso qué estará pensando el chico alto que está parado al lado mío con un traje bastante arrugado y un gorrito de lana en la cabeza. Se ve que el chico piensa lo mismo porque me mira de la misma manera en que yo lo miro a él. Mientras pienso esto, lo de la cantidad de gente en el andén, lo de los relatos, lo del chico pienso también que llego tarde a la reunión y que todo sería más fácil si tuviera un caramelo ácido en algún lugar de mi mochila. Recuerdo que tengo, en algún lugar de mi mochila, un caramelo ácido. Llega el tren. El chico alto de traje arrugado y gorrito de lana me deja pasar y yo siento que soy la mujer más afortunada del mundo y me río. El se ríe y yo me vuelvo a reír pero ahora más de verdad porque soy la mujer más afortunada del mundo por partida doble: me dejan pasar primero al tren, lo que me salva de perder mis piernas en un accidente trágico, y logro que mi salvador sonría. Me vuelvo a reír pero esta vez de otra manera porque no puedo creer que sea tan estúpida y que me enamore de todo con la misma facilidad con la que me desenamoro.

II

El tren arranca y el chico alto de traje arrugado y gorrito de lana es mi guardaespaldas. Se me ocurre pensar que con lo que sea que sentimos está hecho de engranajes de monedas de dos caras o más que nos permiten la simultaneidad increíble pero real de sentimientos antagónicos. Pienso en mi mejor amiga y en su mamá que está volviendo hecha cenizas en un avión desde París y también en un argumento convincente para evitar que me cobren una multa por viajar en tren sin boleto. Me importa tres carajos la multa pero me emociona la posibilidad inmediata de pelearme con alguien. Pienso que voy a decirle al gorila que me pide el boleto que si quiere que me lleve presa pero que yo la multa no se la pago, que esperé veinte minutos para sacar el boleto, que dejé pasar dos trenes y que si TBA no quiere contratar más personal no es culpa mía ni suya, pero menos mía. Me voy a quedar parada enfrente del guarda, diciéndole que no tengo problema en pagar el boleto de Villa Urquiza a Carranza, que es lo que hubiera hecho, pero que de ninguna manera pago la multa y que como le decía que me lleve presa si le parece pero que antes me deje llamar a mi vieja para que esté al tanto de la situación por si me pasa algo en el camino. Llego a mi estación, no hay nadie controlando. Me quedo con las ganas de exigirle justicia o piedad al hijo de puta que hizo que la mamá de mi mejor amiga esté volviendo hecha cenizas en un avión desde París.

III

Mientras camino hasta el subte pienso que estoy un poco cansada de pensar y también que no sé en qué momento perdí de vista al chico alto con el traje bastante arrugado y un gorrito de lana en la cabeza.

miércoles, 11 de agosto de 2010

El alud

I
Cuando me desperté un silencio dislocado cruzaba la habitación. Me había dormido pensando en las probabilidades y posibilidades de que al despertar el frío del invierno se hubiera ido y también en lo raro que resulta que las bienaventuranzas del ánimo dependan del estado térmico de la piel.
II
La luz natural a medio encender se había desparramado por todo el cuarto y sentí que yo, en ese momento, era la sombra gastada de alguna otra persona que ya no conocía.
III
Salí de la cama y mientras preparaba el primer mate del día me acordé del tiempo que me había llevado juntar los volúmenes de la trilogía. Volví al living y miré los libros apilados, en orden, el último abajo, en la base, como corresponde a la historia, que es el final el que sustenta las causas y los efectos. No es el origen. No es la primera gota que desata el alud. Es el alud. El último libro sobre la mesa y el primero sellando la columna gramática en un gesto de falsa justicia, imponiendo que si la historia comienza por el comienzo no tiene más que terminar por el final.
IV
El ruido de la pava me llevó de vuelta a la cocina. La vacié del agua inútil, volví a llenarla y la puse sobre el fuego.

lunes, 9 de agosto de 2010

La escalera en la montaña

Hoy mientras subía las escaleras hasta mi departamento me di cuenta que es realmente más fácil subir montañas que subir escaleras. Las montañas al no tener escalones te permiten elegir el pulso, la distancia entre un paso y otro. Las escaleras en cambio tienden al autoritarismo. Te dicen suba el pie 25 centímetros luego el otro unos 50 centímetros y luego nuevamente el primero y así. La cosa simétrica. Las montañas no. Las montañas tienen superficies heterogéneas. Tienen pasto y a veces también ese polvo que si las subís en alpargatas te podés resbalar y hacerte unas frutillas en las rodillas o incluso desnucarte. Las escaleras también pueden provocar la muerte pero todo más medido. Una muerte medida es un espanto. Yo pensaba mientras pisaba el escalón número 13 que mejor volvía y subía de nuevo por la rampa para lisiados porque un poco lisiados somos todos que aunque no se vean a primera vista nuestras limitaciones tenemos todos y que a lo mejor si subía por la rampa en lugar de las escaleras las limitaciones mías se me volvían más limitadas. Cuando terminé de pensar esto ya estaba metiendo la llave en la cerradura de la puerta y un segundo después adentro de mi montaña donde no había escaleras.

domingo, 18 de julio de 2010

La vida subacuática

El día que decidimos saltar fuimos hasta el puente. Era un día de mucho calor. Las gaviotas sobrevolaban el mar y caían cada tanto en picada como aviones japoneses. Después de unos segundos reaparecían, con el cuello erguido en el vuelo, lleno de carne de pescado que se movía todavía. Los autos pasaban llenos de familias amontonadas, con los techos cargados de tablas y pelotas y mantas y sillas y baldes y palitas y radios y canastas con comida y el sosiego pasajero de las vacaciones.
Nosotros, de espaldas a la ruta, solamente podíamos respirar por última vez el aire húmedo y salado que se nos pegaba en la cara.
Yo no sé en qué pensaba Ana, porque todavía no habíamos aprendido a entendernos a no ser por lo que hablábamos o hacíamos, y aún así muchas veces era imposible estar seguros de que lo que uno armaba en su cabeza podrida era lo mismo que el otro había dejado salir de su cabeza saturada de crucigramas mentales e inconclusos.
Cuando el sol empezó girar contra la tierra supimos que era el momento. En un gesto compartido nos pusimos de espaldas, con las cabezas apoyadas en los hombros del otro, como desnucados vivos. Pasé mis dos brazos por debajo de los de Ana y ella me apretó con la misma fuerza inusitada que desde el primer día me había llamado la atención viniendo de una mujer que parecía más un hada corrompida por las circunstancias que cualquier otra cosa. Saltamos, y como una estaca que se clava en la tierra rompiendo maleficios antiguos tocamos el agua.

La vida ahí abajo no fue lo que esperábamos. Con esto no quiero decir que fuera mejor o peor. Sólo digo que fue distinto. Lo primero que nos maravilló fue que seguíamos vivos. Lo segundo, que podíamos hablar y respirar como lo hacíamos cuando vivíamos en la tierra. Pero más allá del prodigio las palabras no habían perdido su solidez estúpida, así que decidimos permanecer en silencio hasta estar seguros de que los sonidos no serían más que bisagras oxidadas murmurando en alguna lengua inexistente. El aire no importó. Los pulmones se nos llenaron de agua con la primera inspiración y todo siguió latiendo como si los cuerpos también fueran de alguna sustancia líquida.
Cuando los ojos se nos acostumbraron a la luz turbia de la vida subacuática vimos al tiempo que también era el mismo, pero de una lentitud que en la tierra sólo podría significar que uno andaba muerto, o tal vez dormido. Ana me agarró una mano y me guió. Era una buena nadadora, Ana.
La primera noche dormimos entre los dientes de un pez que era de trapo y se movía con un pulso inerme. Yo soñé que era un cuerpo libre de culpas atravesando la pared móvil del agua, llevando y trayendo algunos pensamientos que compartía con Ana sin decirlos en voz alta, sin movernos más que lo que la corriente nos imponía, sin llorar. Ana soñó que respiraba por los ojos y se inflaba de paz. Después subía hasta la superficie y se alejaba de mí por última vez.

sábado, 10 de julio de 2010

Esteban era un hombre que guardaba los fósforos usados en el cajón de los cubiertos, y como prescindía de comer alimentos tradicionales, cuando sentía en el cuerpo algo parecido al hambre, usaba los fósforos para clavarlos en los ojos de pescado que hervía en agua de azar cada noche y que serían, consistentemente, su única ingesta del día.

La casa donde vivía Esteban tenía dos puertas de entrada y cinco ventanas que daban a un mar de espejos. Alrededor del mar había un estanque donde nadaba una carpa naranja y alrededor del estanque cientos de orquídeas que Esteban alimentaba con el musgo que crecía sobre los cachalotes que flotaban en el agua.

Esteban dormía de día y se dedicaba en la noche a distintas tareas que apiladas con un orden extraño que sólo él entendía formaban una vida iluminada por luces artificiales y blancas.

Una de las actividades preferidas de Esteban consistía en sentarse al lado del estanque, cuando el mar no estaba demasiado embravecido, a charlar con la carpa, que aún cuando tenía casi su misma edad, sabía cosas que él no.

Una de las noches la carpa le contó a Esteban lo que sabía de lo perecedero. De lo que significa que el tiempo se vuelva líquido como un vidrio que se ensancha en su base sin que nadie lo note. Esa noche que Esteban escuchó a la carpa hablar del tiempo y entonces de la muerte decidió que si algún día le tocaba morir exigiría que su primera y última voluntad fuera cumplida.

Otra de sus actividades preferidas se iba en pintar las paredes de un galpón trasero con frases de fundamentalistas orientales y occidentales. Fórmulas piramidales y absolutos inútiles que para la gente común eran el ABC de la monotonía que los sostenía y que para Esteban eran un juego sin sentido pero formalmente correcto y por tal hermoso.

jueves, 10 de junio de 2010

El, ella y las hormigas

http://www.youtube.com/watch?v=9B-h1EEsKDA

El llega del trabajo a las 20 30. Ordenó su casa antes de salir. Pasó por el supermercado, por otro que no es donde ella trabaja.

Ella salió del trabajo a las 22 y caminó las cinco cuadras hasta la casa de él. Se pintó apenas los labios y se cepilló el pelo tratando de sacar los restos del día de cajera de supermercado.

El preparó una picada modesta pero rica. Un bree entero sobre una tabla chica, con un cuchillo para quesos apoyado en el borde. Unos panes de hierbas de la panadería de siempre. Un lever, aceitunas negras con carozo, tronquitos de apio con aceite de oliva y queso crema con cebolla seca, pimienta y otra vez aceite de oliva. Dejó todo sobre la mesa y con el filo del ojo vio el tarro de veneno en una esquina de la cocina. Se acordó de las hormigas. Sin rastros. La eficacia de la muerte. Se acercó hasta el tarro y lo guardó atrás de la puerta. Timbre.

Recordó el frío de la calle y se puso el pulóver gris topo para bajar a abrirle.

Ella está parada en la vereda, de espaldas a la puerta de vidrio de la entrada. Tiene un sobretodo bordó, pantalones seguramente ajustados y unas botas con un poco de taco. De espaldas le ve la cara y sonríe.

(Ruido de la puerta al abrirse)

El – Hola

Ella – Hola

(Beso en la mejilla. Primer beso)

El - ¿Cómo estás?

Ella – Bien, un poco cansada, pero bien. ¿Vos?

El – Nada cansado así que bien. Estás linda sin tu uniforme.

(Ella sonríe con la boca cerrada)

Ella - ¿El uniforme no me queda bien?

El – Ustedes las mujeres siempre la misma historia

Ella - ¿Cuál?

(El sonríe)

Ella - ¿Me preguntás de nuevo como estoy?

(El la mira inclinando la cabeza con curiosidad)

El- ¿Cómo estás?

Ella – Muy bien, pero con bastante frío. ¿Entramos?

(El sonríe con la boca abierta)

El – Sí claro.

(El entra primero pero le sostiene la puerta desde adentro y la cierra. Caminan hasta el ascensor. El abre la puerta. Ella la cierra. Entran al departamento. Charlan del sofá rosa que él tiene en el living. Ella se ríe un poco mientras hablan. El también. Van a la cocina y se sientan a la mesa. Todo es fácil. Ella le cuenta que vive en Caballito desde que tiene 20 años. El casi no la escucha pero le gusta. El le cuenta que vive en Palermo hace tres años, cuando se separó de otra mujer y que Cortázar es casi su escritor favorito. Hablan. Y se ríen. Y hablan mientras se ríen. El pone un disco de José González. Ella no lo conoce, pero le gusta. Ella le cuenta que cuando eran chicos iban a una quinta donde había hormigueros gigantes. Tan grandes que podías hundir una pierna hasta la mitad de la pantorrilla, pero que tenías que sacar muy rápido el pie porque si no las hormigas se te subían y te picaban. El – ¿Y vos que harías si te rompieran tu casa con un pie? Ella – Exactamente lo mismo. Por suerte no soy una hormiga. El se acuerda del frasco de veneno, del polvo blanco. De los montones de hormigas muertas que juntó durante la semana. De las patitas enroscadas y las antenas quietas. Ella - ¡Una hormiga! Me vienen a buscar. La hormiga camina desorientada sobre la mesa, en círculos o algo así. Se ríen. El la mata con el índice izquierdo y la tira en la pileta. Abre la canilla. El tiempo pasa como siempre).

Ella – Bueno, creo que es bastante tarde. Y tengo miedo de que vengan más hormigas.

El – No te preocupes. Esa era la última. Estuve batallando toda la semana.

Ella – Nunca es suficiente con las hormigas. Y evidentemente no las conocés si pensás que esa era la última.

El – Puede que tengas razón. Igual es verdad. Es tarde.

(Se levantan. Caminan hasta el living. El agarra su sobretodo y se lo da. Ella se lo pone. El la mira. Ella lo mira. )

Ella – ¿Bueno vamos?

El – Dale

(Ella no se mueve un centímetro. El tampoco. Se miran. Pasan cuatro segundos. José González sigue cantando. Con el filo del ojo ve algo que se mueve. Demasiado rápido. Demasiado chiquito. El desvía la mirada. Una hormiga. El piensa que es verdad. Que evidentemente no sabe nada de hormigas. Que la que vio era el primer soldado de la segunda batalla. Y es un soldado con mandíbulas fuertes. De un solo mordisco rompió la soga de las miradas. Ella baja la cabeza. Ya no se ríe.)

Ella – Bueno dale abrime.

El – Si vamos

(El se acerca y con las dos manos le arregla las solapas del sobretodo. Cuando termina sigue agarrado de las solapas)

Ella – Va ser difícil

El - ¿Qué?

Ella – Irme si vos te quedás con mis solapas.

El – ¿No te gustan las cosas difíciles?

Ella – En general no. Pero ésta me divierte.

(Ella con las dos manos lo agarra del pulóver. Sin hacer fuerza. A la altura de la cintura)

Ella – Si vos te quedás con mis solapas yo me quedo con tu pulóver.

El – Quedátelo. Yo no pienso soltar mis solapas. Si lográs sacármelo te lo quedás.

Ella – Para ser alguien que dice haber leído tanto Cortázar sos bastante arriesgado.

El – Se nota que te falta. Mi pulóver es gris topo.

Ella – Es azul

El – Es gris topo.

Ella – Es azul.

El- Es gris topo

(Los dos sonríen con la boca cerrada)

Ella – Aún así sos arriesgado.

(Ella levanta el pulóver. Sin esfuerzo aparece la cabeza de él. Despeinada. Los brazos de él quedan cubiertos con la lana del pulóver azul topo. Ella se ríe. Todavía con la boca cerrada, pero con los pómulos altos y los ojos achinados)

El – Te apuesto algo a que aún así te puedo sacar una bota

Ella – No hay chance

El – Apostemos

Ella – ¿Qué apostamos?

El – Una palabra

Ella - ¿Cuál?

El – Esta

(El se acerca más y le dice una palabra casi en el oído. Se separa un poco. Ella lo mira. Le sonríe, y le da un beso. En la pared de la puerta de salida que sigue cerrada dos hormigas caminan hacia la cocina).

martes, 8 de junio de 2010

Circo de hormigas


María Luz se había vuelto un ser especial para sus pares el día en que llevó al colegio, como proyecto para Ciencias Naturales, un circo de hormigas. El circo de hormigas era en principio menos precario de lo que todos esperaban de ella: una pecera bastante grande, cúbica como sus pies. A lo largo de toda la pecera se extendía un alambre que por supuesto era la zona de las hormigas equilibristas. Precavida como fue siempre, justo debajo del alambre, María Luz había colgado una media de red, que para ojos poco entrenados en cuestiones circenses parecía más una hamaca paraguaya que cualquier otra cosa, pero que claro, era en realidad la red de seguridad de las hormigas equilibristas. En el piso de la pecera, o mejor dicho, suspendido a 3 centímetros del piso, había un frasquito de vidrio transparente. Esta era la rueda del peligro y el fuego. Es sabido por los que saben, que las hormigas no montan ni motos ni bicicletas, así que para terminar de darle forma al número, María Luz colocaba debajo de la rueda del peligro unos algodoncitos empapados en alcohol, que al encenderse hacían que las hormigas caminaran a toda velocidad y en todas las direcciones que el frasquito les permitía.
Estaban también las hormigas payaso. Estas eran claramente diferenciables porque María Luz les había pintado los lomos con plasticola de color, y a las hormigas mujeres les había puesto también brillantina en la cabeza. Pero, sin dudas, el número más llamativo era el de la hormiga domador. Este número no funcionaba permanentemente ya que era difícil conseguir algún otro insecto carnívoro que hiciera las veces de león. No tanto por la dificultad de encontrar a este tipo de insectos, si no porque, a diferencia de los hombres, los insectos viven estrictamente lo que necesitan, y ningún insecto necesita ser observado mientras se come una pobre hormiga.

lunes, 22 de febrero de 2010

Más hormigas

Por eso te digo lo que te digo. Hace rato que las sombras se perpetuaron en las paredes. Las vimos aparecer. ¿Te acordás? ¿Te acordás que las vimos? Pero yo no pensé que fueran a quedarse, ahí, moviéndose como si siempre hubiera viento entrando por las ventanas que están cerradas. Hay una sombra que está cansada de reírse. ¿La ves? Es probable que se muera muy pronto de tanto reír. Traté de arrancarla de la pared para evitarle la muerte. Pero las sombras como la risa caen por su propio peso cuando terminan. Yo quisiera saber si estás escuchando lo que te digo. ¿Estás escuchando? ¿Me escuchás? Porque te veo de espaldas. Hay una sombra trepándote por el tobillo izquierdo. Lo hace con cuidado para que no la sientas. Eso es lo que hacen las sombras ¿Sabés? Y aunque estés de espaldas sé que tenés los ojos cerrados. Pero tal vez no te diste cuenta porque siempre estás viendo cosas. Aún cuando dormís estás viendo cosas que después me contás. Y yo te lo cuento ahora porque te olvidás de todo. Lo que yo te digo te lo digo porque no te diste cuenta solo ¿sabés? Yo estuve bastante tiempo buscando la forma de estar tranquila en esta hamaca. Me senté acá porque estaba un poco cansada de todo lo que caminamos Me gustaría que te dieras cuenta de que estuve cansada y que necesité llegar a la hamaca para mirar a las hormigas desde tan alto que son invisibles. Como vos y como yo. Nos volvimos invisibles. ¿Viste eso? ¿Viste que somos invisibles? Como las hormigas vistas desde acá. Pero ellas siguen caminando. Seguro. ¿Sabías que las hormigas se mueren en lugar de quedarse dormidas? Caminan hasta morirse. Yo en cambio quería llegar a esta hamaca que por suerte colgamos de esta grúa de puerto. Y desde acá te miro, de espaldas. Estoy segura de que no escuchás. ¿Dormís? Ey, shhh, no, tranquilo. Quería preguntarte solamente si me estás escuchando. Pero está bien. Dormí. Yo voy a estar acá. Si el viento sopla fuerte y logra abrir las ventanas tal vez empuje a la grúa y caiga. Pero no. Tranquilo, no te preocupes. Dormí. Yo sé caer.

martes, 16 de febrero de 2010

La voluntad de las hormigas

Yo podía pasar horas mirando la línea móvil y negra. Muchas veces la gente, cuando uno mira a las hormigas por un largo rato, piensa que se puede estar ahí, quieto como un muerto, perdiendo el tiempo, o la cabeza. Pero yo esperaba.
Lo que quería era ver cómo la línea se desarmabaynó. No se desarmaba nunca. Simplemente se hundía en la tierra o en esos agujeros mínimos que nadie más que las hormigas ve o encuentra. Y eso era todo.
Una línea
y un agujero
en algún lado
como el infinito.
Creo que por eso, mirarlas, fue siempre de mis formas preferidas de dejar que el tiempo me raspara la cara y el cuerpo.
Empleaba bastante tiempo pensando en esto de que las hormigas son de los pocos seres que naturalmente pueden cargar un peso que las duplica. Yo quería ser una hormiga también.
A veces, las veía irse, y soñaba despierta que arriba de cada maldita hormiga iba alguna palabra mía. A veces pensaba que eran ladrones y otras cuando llovía me inquietaba pensar dónde estaban. Pensaba esto porque hablaba poco y tenía muchísimo miedo de quedarme sin palabras para decir. Tenía terror de que todas mis palabras fueran para pensar pero ninguna para decir.
Yo necesitaba verlas porque crecí en un jardín donde siempre había hormigas y siempre hacían lo mismo: caminar en filas y construir.
Cuando era chica mis hermanos hacían lo de cazar una hormiga negra y llevarla hasta un hormiguero de hormigas rojas y la tiraban ahí. La mayoría de las veces la hormiga negra lograba escapar. Pero otras veces no. Yo quería ser como la hormiga negra, pero escapándome todas la veces. LLegando al agujero.
Y supongo que todos tuvimos los agujeros mínimos en las paredes. Esos lugares donde los ojos casi se pegan a la cal pintada y se cierran rozando con las pestañas los grumos de la pared y hacen un ruidito que no se escucha pero se siente.
Yo busco siempre esos ruidos.
Los que no se escuchan pero se sienten.

Hoy las hormigas están ahí.
Yo las veo.
Y hay tantas que puedo pisarlas y sigue habiendo más y más y más y algunas más. Ellas caminan y estoy segura de que suenan como debe sonar la sangre, yendo y viniendo, inaudible, tocando la piel por el lado de adentro, revolviéndonos. Tal vez la sangre esté hecha de hormigas.

sábado, 30 de enero de 2010

Sombras chinas

Nosotros cuando fuimos chicos éramos especiales. Ella tenía bocas, bocas chiquitas, en algunas partes del cuerpo y a veces, sus bocas cantaban al mismo tiempo canciones de cuna pero sin letra. Ella sabía que allá donde se duerme es mejor que las palabras no entren porque algunas palabras hacen bien para dormir pero la mayoría son bastante corrosivas. Entonces ella y sus bocas chiquitas cantaban, pero sin letra. Cantaban con la la la o con aaaaa aa a, o así. Más o menos así. También algunas veces ella podía sonreír sin mover ninguna parte de la cara. Pero era evidente que sonreía porque los que la miraban no podían evitar ser más felices. Eso pasa cuando uno ve a alguien sonreír. Yo por otra parte era especial de otra manera. Yo cuando era chico podía sacar fotos espaciales. Fotos de las estrellas que estaban desapareciendo por ejemplo. Les sacaba una foto y se las daba a mi abuelo. Mi abuelo tenía dos cosas: una que era especial como yo y por eso podía ver las estrellas de las fotos y la otra es que era triste desde que mi abuela se había muerto. Entonces yo sacaba muchas fotos. Todas las que podía. Y se las llevaba. Si la hubiera conocido a ella por esos años se la hubiera llevado también, para que ella le sonriera y él fuera más feliz. Pero no. Nos conocimos mucho después de haber dejado de ser chicos. Me acuerdo cómo y cuándo pero no importa. Ni a nosotros ni a ustedes, porque ni ese lugar ni ese momento existen hoy.
Nosotros, cuando estamos juntos, a veces, nos hacemos revivir en las sombras sobre la pared. Ella tirada en la cama vale más que cualquier cosa en el mundo y a mí me hace reír de una manera en que no se ríen los hombres. Aprendimos a hacer sombras chinas haciéndolas, como se aprende la mayoría de las cosas importantes siempre. Yo le gano haciéndola a ella, porque aprendí a hacerla como cuando era chica, con las boquitas, y también como es ahora. Con el índice de la mano izquierda puedo hacer casi todas las partes de su cara menos la boca, la única que le quedó, que la hago con el índice derecho y con los pulgares le hago decir todo lo que nunca me dice y que quiero escuchar. Yo a ella le salgo bastante bien. Siempre me hace un poco más petiso de lo que soy y mis ojos no son exactamente de ese color, pero casi. Ella nunca me hace hablar, aunque podría, porque siempre le sobran dedos cuando me hace. Pero no. Ella me hace escuchándola decir todas las cosas que nunca me dice y que quiero escuchar.

viernes, 29 de enero de 2010

Hora de irnos

Nosotros sabemos cuándo es mejor quedarse, o cuándo es mejor irse. Lo que hacemos siempre es quedarnos un poco quietos entre la gente, sea en un salón o en la cancha o en la plaza o en el cine o en la calle o en cualquier lugar. Nos quedamos un poco quietos, un poco alrededor de las cabezas de la gente. Y esperamos. Sentimos muchas cosas. Cosas que son muy distintas. Sentimos cómo nos quieren lejos o cómo la gente se olvida de nosotros. Nosotros, el problema que tenemos, es que nunca terminamos de saber qué somos. Porque los deseos se parecen mucho a los caprichos, a veces. Nosotros siempre estuvimos convencidos de que éramos deseos. Y así íbamos. Sabíamos qué hacer. Pero una vez, un tipo nos dijo que no. Que en realidad éramos caprichos. Y nosotros ahora no sabemos qué creer, porque en realidad nunca tuvimos que creer en nada. Siempre fue al revés. La gente es la que cree en nosotros. Nos crea y nos cree. Pero ahora todo está un poco más confuso. Igual, seguimos sabiendo cuándo es hora de irnos. Es fácil darse cuenta cuando alguien ya no nos cree, es decir, ya no cree en nosotros. Es fácil porque solamente pueden pasar dos cosas que se notan muchísimo. La cosa uno es que la gente deje de creer en todos los deseos, y entonces ahí se vuelve metódica hasta para sacarse los mocos de la nariz y nunca más pifia. En nada. Porque no elige nada y andá a equivocarte si nunca elegís nada. La cosa dos que pasa es que la gente abandona un deseo o un capricho por otro deseo o por otro capricho. Eso pasa todo el tiempo. La cosa uno casi no pasa porque la gente siempre anda deseando cosas. Hasta morirse desea, o se encapricha, da lo mismo. Entonces eso es lo bueno. Que sabemos irnos a calentar otras cabezas. Como somos deseos o caprichos nunca nos encaprichamos con nada. Somos bien libres en ese sentido. Nos vamos sin sufrir y desconocemos el abandono. Cuando dejan de querernos lo que pasa solamente es que somos más libres. Eso es bien distinto a lo que siente la gente cuando dejan de quererla, porque claro, la gente desea o se encapricha y además, no sabe cuándo irse.

lunes, 25 de enero de 2010

Como Matías Rust

Yo muchas veces quería ser como Matías Rust y hacer un poco de todo. Estacionar mi avioneta en la Plaza Roja un día y otro día acuchillar a una enfermera. Zafar de la cárcel y después dar entrevistas a la CNN o a la BBC hablando de nada importante. También quería ser Matías Rust porque me gustaban sus anteojos y la cara un poco rara, mezcla de anacrónica y pervertida. Si. Muchas veces, cuando estaba bastante cansada de estudiar “el piano” quería ser como este tipo. Dejaba lo que estuviera haciendo y me sentaba en la avioneta. Dudaba de todo porque hacía muy poco que tenía mi carnet de aviador. Pero la duda nunca me detuvo. Tocaba los botones con esa cara de experto que sólo usamos los que sabemos poco y nada de lo que estamos por hacer. Cuando volaba usaba un gorrito de aviador como el de Saint Exupéry. Por supuesto esto era una licencia poética que me permitía encantada porque Matías nunca usó un gorrito así, de hecho debe haberlos detestado. Pero yo lo usaba, y también las antiparras. Porque mi avión no tenía cabina. No. Era así, con la cabeza al aire libre nomás. Y andaba y andaba. Algunas de las veces me calmaba, y entonces daba la vuelta y aterrizaba en la terraza del edificio. Pero otras, cuando tenía realmente un mail día, volaba por la ciudad y pasaba cerquita de los edificios. En especial de los que están poblados por montones de palomas. Sí. Pasaba cerca y esas ratas emplumadas salían asustadas y ahí nomás les tiraba con una gomera. Antes ponía el automático, que era lo primero que había aprendido en el curso de aviador. Ponía el automático y les tiraba. Asomaba la cabeza un poquito y las veía caer haciendo firuletes en el aire. Y si tenía un día pésimo, de esos que casi no tengo, me imaginaba al pobre bicho yendo a darle justito en la cabeza a algún hijo de puta. Y ahí sí. Volvía y estacionaba el piano y seguía con mi vida, pero más contenta.

domingo, 24 de enero de 2010

Siempre me gustó caminar por el parque acompañada de algún perro imaginario. A veces mi perro corre a las palomas y yo le silbo, para que venga, y no mate a las palomas. El las corre, y nunca las alcanza, pero yo igual le silbo porque puede ser que un día las alcance. A veces pasa que uno alcanza lo que nunca había alcanzado. Cuando necesitamos más compañía le pedimos a Carlos, el vecino imaginario, que nos acompañe. Y a veces, cuando no está escribiendo o cansado de no dormir, nos acompaña. A mi perro imaginario le gusta que venga Carlos, el vecino imaginario, porque Carlos corre con él. Y entonces yo les silbo a los dos, para que vengan, y no maten a las palomas. En el parque a veces hay un vendedor, que no es imaginario. Es de realidad. De una realidad que no es imaginaria. Porque hay realidades que son imaginarias. Bueno. El vendedor vende manzanitas acarameladas con pochoclo. Y yo, cuando estoy con Carlos, compro dos. Y las comemos. Una de verdad y la otra de imaginario. Las manzanas son lindas de ver pero feas de comer. Los pochoclos no son lindos, pero son ricos. Y el caramelo también. Y hace un ruidito cuando lo mordés. A Carlos morder el caramelo le hace doler los dientes, que son imaginarios, pero el dolor es de verdad. Porque el dolor siempre es de verdad. Cuando llueve nos gusta lo mismo ir a caminar por el parque, y mirar los globitos que se forman en el lago cuando las gotas chocan con el agua. Yo siempre pensé que en cada globito había un mundo imaginario. En miniatura. Y que en ese mundo habría parques, con personas, con perros imaginarios, y vecinos imaginarios, y manzanas acarameladas con pochoclo que hacen doler los dientes cuando las mordés. Pero esos mundos son menos imaginarios que mi perro imaginario, o que Carlos, mi vecino imaginario, porque sólo existen cuando llueve. Y lo imaginario cuanto más existe, cuantas más veces, menos imaginario. Bueno. A mí siempre me gustó caminar por el parque, porque aunque esté sola de verdad el parque guarda las presencias de todos los que lo caminan. Por eso voy seguido.