martes, 26 de enero de 2016

Silvia y Laura

Ellas se conocieron cuando, en uno de sus ataques de ira, Laura rompió un vidrio de un cabezazo. Ungida por la culpa se agacha a juntar los pedazos que se desparraman por el piso y  uno en particular llama su atención. Tiene la forma de un corazón incompleto. Lo agarra y lo aprieta adentro de su mano. Cuando la abre, una sonrisa de sangre en la palma como un oráculo que augura fortuna. Laura se acuesta en el piso, sobre los vidrios, y sonríe. Todo su cuerpo se puebla de bocas sonrientes, de sangre. La internan. Una de las mujeres con las que comparte habitación la adopta como a una hija, como a una amante o como a una cosa que le pertenece. Le acaricia la cabeza, a Laura, cuando a la noche no puede dormir. Ella, a cambio, le saca los piojos cuando la pican más que siempre y la desesperan. La otra mujer se llama Silvia, y está en la clínica porque le gusta más que allá afuera. Hace tiempo que los doctores le firmaron un papel que dice que está tan cuerda como el resto del mundo, pero ella prefiere estar ahí, cobijada en la amabilidad de los que no juzgan. Silvia es escritora. Dramaturga, en realidad, y Laura una maestra de primaria a la que lo que más le gusta en el mundo es cantar. Cantar cualquier cosa. Poesías que ella escribe, los graffitis de la calle, el horóscopo del diario. Cantar para que las palabras salgan más livianas.   

En el tiempo que pasan en la clínica, Silvia le enseña a Laura a hacer barquitos de papel en los que escribe cualquier cosa y que Laura después canta.  A los barquitos los guardan en una caja, debajo de sus camas. Hay que tener cuidado con esos barquitos, las dos saben que el papel también puede cortar. Cuando llueve salen al jardín de la clínica y dejan que los barcos naveguen canaleta abajo. Laura piensa que las frases que Silvia escribió se mezclan con el agua de la canaleta y van a regar el suelo del río con palabras nuevas, porque es ahí donde deben crecer, que si no no se entiende que las palabras calen tan hondo, tan profundo, tan como el agua. 

A los dos meses de estar internada, los médicos le dicen a Laura que se puede ir, que procure mantanerse alejada de los vidrios, los excesos y que practique algún tipo de meditación que mantenga  su autocrítica a raya. Laura le dice a Silvia que mejor se van juntas. Y se van, nomás.

Silvia se consigue un trabajo en la panadería de uno de los amigos que le habían quedado en La Plata. Laura vuelve a su trabajo en la escuela y así la vida engaña con transcurrir sin más, pero un día se da cuenta que no recuerda su propio número de teléfono. Otro día, tiene complicaciones para cantar unas líneas que Silvia le escribió. Otro día, mientras vuelve en el micro que la lleva a su casa, siente la entrepierna mojada y se da cuenta que sin darse cuenta se hizo pis encima, y a los pocos días le diagnostican demencia vascular. La demencia vascular,  es la segunda causa de demencia en adultos, después del Alzheimer. Suele darse en personas de más de 65 años, pero que las excepciones existen es algo que sabemos desde siempre, y esta, es una excepción.
Después del diagnóstico, y de pasar los días sumergida en la tarea imposible de entender que se va a morir a los 30 años, Laura sufre. Sufre porque se va a morir, pero además sufre porque le cuesta mucho recordar las letras. Laura quisiera que la pérdida de memoria se diera en el sufrir, y no en el recordar. Silvia también.

Una noche, mientras Laura lava los platos, Silvia aparece en la cocina con una caja llena de barcos de papel donde estuvo escribiendo frenéticamente frases sueltas pero que de alguna manera milagrosa forman una cosa entera, un todo, algo completo porque no le falta nada. Y así se pasan las noches que siguen. Laura cantando las frases de los barcos y Silvia escribiendo como si eso fuera lo mismo que  respirar.

Un día Laura acepta que se va a morir y decide antes de eso inventar una manera nueva de leer los barcos, y entonces los pega en el ventanal de la cocina y se pasa las horas que Silvia en la panadería, frotando su frente contra el ventanal. Cuando termina de memorizar todos los barcos, mientras canta las frases que forman un himno eterno, estrella su cabeza contra el vidrio. Se acuesta en el piso, y sonríe. Todo su cuerpo se puebla de bocas sonrientes, de sangre. Desde ahí, con su voz húmeda y roja, canta el último barquito que recuerda: si me das tus sombras, yo te doy mi luz, para que descanses vos, siesta y sombra, si te doy mis sombras, vos me das tu luz, para que descanse yo, siesta y sombra.  



lunes, 24 de marzo de 2014

Viernes con significado

Hoy en la sala de espera del dentista una mujer me contó que era fóbica a los viernes 13. Me enteré que un grupo numeroso de personas padece, cada viernes 13, temblores en las extremidades, taquicardia, ataques de llanto inexplicables, y, en el peor de los casos, la supresión de la conciencia mediante el desmallo. Mientras la mujer me contaba de su padecimiento insólito pensé en Fer, mi amigo de la infancia y de siempre. Tal vez porque la última vez que nos habíamos visto me contó que había empezado a ir a una especie de terapia de grupo que lo ayudaba con sus ataques de pánico. Fer y yo nos conocimos en  segundo grado de la primaria. El colegio quedaba frente a la Plaza Guadalupe, en Palermo. Cuando teníamos 10 u 11 años esperábamos los viernes como náufragos. El colegio, con los curas y el doble turno, era un mar que transitábamos enloquecidos por el sol permanente del adoctrinamiento. Cuando finalmente el viernes llegaba, salíamos  del colegio y caminábamos hasta Medrano y por ahí hasta Corrientes, al edificio donde vivíamos. Caminábamos y hablábamos de las cosas importantes o divertidas de las clases. Como nuestro colegio era de varones, esas caminatas eran la parte del Diagrama de Benn que nos cruzaba con las chicas. A veces teníamos suerte y aparecía algún ejemplar que nos sumergía en un silencio cómplice que duraba un par de cuadras.  Cuando llegábamos a casa empezaba lo que llamábamos Viernes con significado. A partir de ahí, el tiempo era nuestro. Lo primero que hacíamos era correr alrededor de la mesa del comedor, cantando como locos una canción que pagaría lo que no tengo por recordar. Fer tampoco la recuerda, pero los dos sabemos que existía.
Cuando salí del consultorio saludé a la mujer, que seguía esperando, y ya en la calle me sumé a la fila de personas que esperaban el colectivo. Googleé  en el teléfono esto de la fobia. Wikipedia confirmaba: El miedo a los viernes 13 se llama collafobia o friggaatriscaidecafobia, siendo una forma espeluznante de triscaidecafobia. El viernes 13, como símbolo del terror y la mala fortuna,  podría tener su origen en una noche de octubre de 1307 en que  Felipe IV de Francia había mandado a capturar a un grupo de Templarios. En nombre de Cristo, la Santa Inquisición los había mandado de a uno a la hoguera, condenándolos por herejía, sodomía y por orinar y escupir en la cruz. Lo que pasaba en realidad era que los Templarios se habían convertido en los principales prestamistas de la Europa Medieval, y hasta el mismísimo rey de Francia les debía más de lo que hubiera querido. Jacqes de Molay, el último Gran Maestre de la Orden, antes de asfixiarse para siempre en el humo injusto, había “emplazado” a Felipe IV y a su mano operativa, el Papa Clemente. "¡Clemente, y tu Felipe, traidores a la fe cristiana, os emplazo ante el tribunal de Dios!... A ti, Clemente, dentro de cuarenta días, y a ti Felipe, dentro de este año." Wikipedia aseguraba que el Papa Clemente había muerto a los treinta días y el Rey Felipe, antes de cumplirse un año. Luego el artículo volvía sobre esta fobia que exudaba excentricidad.
Entonces volví a pensar en  Fer y en los viernes, cuando con un metro treinta de altura, jugábamos a los penales en el pasillo del piso donde vivía yo. Teníamos suerte. Mi tía, la hermana de mi viejo,  cada vez que venía a visitarnos nos traía una  Pulpito, que por el pique y el tamaño era perfecta para el fútbol de pasillo. Arriba, donde vivía Fer, no se podía jugar a los penales. Una de sus vecinas, una vieja frustrada,  nos amenazaba cada vez que podía. Nos decía que iba a hablar con nuestras mamás, aun cuando sabía que la mamá de Fer se había muerto cuando él era tan chico que ni siquiera había alcanzado a almacenarla como un recuerdo. Los dos sabíamos que cuando midiéramos un metro cincuenta íbamos a poder mandar a la vieja a la recalcadísima mierda. Mientras tanto, nos conformábamos con emplazarla en silencio, confiados en que nadie puede escaparle a la hoguera de lo justo.

lunes, 10 de febrero de 2014

Comen sapos

Una vez  al año vamos al campo de Clara.  Clara al volante, yo de copiloto. Lara y Mariela, en el asiento de atrás, registran el inicio del viaje con la Kodak nueva de Clara.Tomamos la autopista al norte, y después el camino del Buen Ayre, que nos lleva al oeste o a un atardecer de nubes furiosas. A un lado del Buen Ayre está el CEAMSE, uno de los rellenos sanitarios más grandes del país. Al otro, Villa Hidalgo, donde miles de personas viven cotidianamente en la basura. Yo miro las montañas de basura y los hombres y mujeres que hacen sus cosas alrededor y pienso: Esas personas comen sapos. No sé por qué lo pienso y menos por qué lo digo en voz alta.  Esas personas comen sapos. Clara gira la cabeza como si el comentario llegara de un televisor encendido que nadie mira. No tiene sentido. ¿Qué decís? Dice Lara desde el asiento de atrás. No sé. Se me vino esa frase a la cabeza. Yo tengo una amiga que comió sapos, dice Mariela. Bueno, no los comió ella, sino su novio. Y en realidad no los comió, sino que los lamió. Maru empieza a contar cómo una amiga suya, que estaba combatiendo la depresión profunda en que se había acomodado su novio hacía más un año, encontró en Google una receta casera para sacarlo del pozo.
El post contaba cómo la mayoría de las culturas de los pueblos originarios latinoamericanos cree en enfermedades que están causadas por la pérdida del alma. El susto o el espanto, como le llaman,  es una “enfermedad originada por una fuerte y repentina impresión derivada del encuentro con animales peligrosos, objetos inanimados y entidades sobrenaturales, así como por sufrir una caída en la tierra o en el agua. Uno de los remedios chamánicos consiste en mezclar renacuajos en parches fríos junto con grasa de pecho de llama, aceite verde y semillas de lino.  El artículo mencionaba una segunda receta: lamer la panza de un tipo específico de sapo que se conseguía fácilmente en anfibiarios. También explicaba que para no equivocarse y terminar lamiendo una rana, hay que tener en cuenta que los sapos son más caminadores que saltadores. Lo de los renacuajos era complejo, pero conseguir grasa del pecho de una llama se volvió imposible. La amiga de Mariela optó por la segunda receta. Cómo convenció al novio de apoyar la lengua sobre la panza fría del bicho era un misterio, pero finalmente los sapos surtieron efecto y el novio salió de su letargo melancólico. Un mes después la pareja se separó.

Cuando Mariela terminó la historia, el sol era negro como todo el resto, y la ruta nacional 5 nos llevaba directo a la tormenta que habían anunciado las nubes furiosas del atardecer. Para saber si la tormenta se aleja o se acerca tenés que contar los segundos que pasan entre el relámpago y el trueno. Si los segundos entre la luz y el ruido se achican, entonces la tormenta se acerca. ¿Por qué? Porque la luz viaja más rápido que el sonido, entonces, si el tiempo crece, significa que el polo eléctrico se aleja, o que es uno el que se aleja, dependiendo de si es el polo o es uno el que está en movimiento. Si en cambio el rayo y el trueno llegan juntos es que la tormenta está justo arriba y entonces es mejor estar bajo techo. Esto pensé yo después de lo de los sapos. Cuando éramos chicos, y había tormenta, para distraernos o focalizarnos en lo que importaba, que era alejarse del miedo, mi vieja nos hacía contar los segundos. Así las tormentas pasaban como pasan las cosas cuando el tiempo simplemente pasa por el costado, sin aplastar nada, sin interrumpir nada, sin ser nada más que corriente eléctrica que no te toca.

viernes, 31 de enero de 2014

Aire comprimido

La historia es simple. Un mujer, joven, se pasa el día tirada en un sillón que está pegado a una ventana que da a la calle, recordando cosas que no importan si son del pasado o del futuro, porque lo que pasa adentro de la cabeza está ordenado por un mismo tiempo inexistente. Mientras tanto, la ola de calor más importante desde 1961 cocina Buenos Aires y la música de este infierno es el motor de la moto del repartidor de la pizzería de al lado.
En el relato se mezclan distintas situaciones que van desde el ataque de palometas a niños que nadan en el Río Paraná, y que terminan  con dedos o falanges mutilados, hasta un cruce con un cuento de Bolaño, donde el narrador o el personaje se pregunta por el  morbus melencholicus, en criollo,  si es verdad que se puede morir de tristeza. La mujer se acuerda de una noticia que leyó hace un tiempo en Infobae, sobre un delfín que está al borde de la muerte debido a la tristeza que le provocó el asesinato de  su entrenadora en manos de un vecino que ya no soportaba los ladridos de los perros de ella. Al final se descubre que el delfín se estaba intoxicando con un químico nuevo que echaban al agua.  Sin ningún conector narrativo, el foco vuelve sobre la ola de calor que ya se cobró 23 vidas en el país. La muerte es, según Wikipedia, un efecto colateral de estos sucesos, un término para el desplazamiento hacia la mortalidad de corto término. Se ha observado que luego de algunas olas de calor, hay un decrecimiento compensatorio de la tasa de mortalidad durante las subsiguientes semanas después del termometeoro. Tales reducciones compensatorias sugieren que el calor ya mató a quien tenía que morir "en el corto término subyacente". Las cosas se compensan, siempre, con mayor o menor nivel de crueldad. 
Entonces la historia va alternando entre acciones mínimas del personaje y algunas apreciaciones en un tono más lírico. La mujer se acuerda de cuando su abuelo le enseñaba a tirar con el aire comprimido primero, y con la escopeta recortada después. Apoyar la culata donde termina la pelota del hombro. Hacer coincidir la mira con el piquito que está al final del cañón. Si el piquito queda por debajo de la mira o sale para arriba entonces vas a errar al blanco. Desde la primera vez ella siempre acertó a los blancos. Cosas así. 
Llegando al final del cuento el relato se ve interrumpido constantemente por los ruidos del motor de la moto del repartidor. Se alternan recuerdos y ruidos: el motor de la moto/ la voz del abuelo que le dice que a la escopeta la guarda siempre cargada porque cuando todo se va a la mierda no hay tiempo ni para cargar  la conciencia / el silbido del aire comprimido / el estallido de la escopeta cuando su abuelo estaba vivo / el motor de la moto / los pasos de la mina en la escalera que sube a buscar la escopeta / el ruido del placar donde está guardada / el motor de la moto / el click de la escopeta / es verdad, está cargada / el ruido del motor de la moto  / los pasos de la mina que baja la escalera. Y así.
En el último párrafo, el relato se condensa sobre el estado mental o anímico del personaje, mezcla de aburrimiento mesiánico y melancolía hirviente, toda una serie de… y entonces la mujer, totalmente ensordecida por los ruidos de su cabeza decide acallar el único ruido real. Apoyar la culata donde termina la pelota del hombro. Hacer coincidir la mira con el piquito que está al final del cañón. Si el piquito queda por debajo de la mira o sale para arriba entonces vas a errar al blanco. Esperar a que la música del infierno se acerque. 

domingo, 19 de enero de 2014

Heladero

Donde se cruzan la ruta 44 y la 173, en San Rafael, Mendoza, hay dos puentes naranjas. Cuando llega la época de deshielos y el agua llena el dique de Valle Grande la provincia abre las compuertas y libera al río Atuel, que corre hasta los puentes. En abril, las puertas del dique empiezan a cerrarse y el río se desvanece. Debajo de los puentes queda una lámina de piedras, botellas y basura, que espera que el río vuelva. Es a la hora en que todas las cosas se vuelven de sombras, cuando Juan cruza los puentes.
Juan vende helados. Helados de palito, en su moto roja. Anda por la 173, desde los puentes hasta el valle, interceptando locales y turistas, vendiendo helados. En su moto tiene pegadas dos calcomanías. Una de Frigor, la marca de helados que vende, y otra de Jesús,  vestido de motoquero. Atrás del asiento está la heladerita donde lleva sus helados.
El día que lo conocí iba con Sebastián por un camino de tierra que empieza donde termina la ruta. Habíamos caminado todo el día como si caminar fuera lo único para lo que es la vida, jugando a contar los cóndores y las águilas que nos sobrevolaban. Ahí nos pasó Juan en su moto. Paró y nos ofreció sus helados.
Le preguntamos de qué tenía y le compramos dos. Fue sin dudas por lo excepcional del heladero, más que por las ganas de comer helado que le compramos. Cuando le pagamos nos preguntó de dónde éramos y cómo nos llamábamos. Yo Juan, dijo él. Sebastián le preguntó si se vendía bien, por decir algo, o por retenerlo un rato más, y él dijo que le alcanzaba y que además era el trabajo perfecto, sin horarios ni paredes. Sebastián le dijo que era Gardel, y él se rió. Dijo que ahora sí, pero que también había sido Gardel estrolado en Colombia.
Nos contó que era de Buenos Aires, pero que hacía unos años su vida se había ido a la mierda por la crisis y por la merca, sin importar el orden. Como no podía salir su primo hermano, que vivía  en Mendoza, le dijo que se viniera a estar un tiempo, a ver qué pasaba.
Cuando llegó le pareció que había llegado a otro mundo, con las parras, las siestas y las calles de tierra caliente. Su primo tenía en el fondo de la casa esta moto roja, rota desde hacía unos meses. Había sido el último capricho de la convertibilidad. Ahora no tenía plata para arreglarla así que le dijo que si le interesaba podía tratar. Como Juan había hecho la secundaria en una escuela técnica la arregló y entonces usaba las tardes para recorrer San Rafael. Lo hacía porque sentía que la velocidad de la moto compensaba de algún modo la velocidad de su cabeza, y así la cosa era más fácil.
Cuando terminó de contarnos lo único que le importaba contarnos nos recomendó que tratáramos de llegar a la altura del camino donde había una cruz blanca porque era el mejor lugar para ver cómo cambiaba el color de las montañas con el atardecer.

Encendió la moto y se fue. Entre el humo del caño de escape, Jesús vestido de motoquero nos dijo algo que no llegamos a escuchar.   

sábado, 18 de enero de 2014

Pedaleo

Pedaleo
Ando en bicicleta
Pedaleo por Yrigoyen
En una esquina hay unos payasos disfrazados de celtas que tocan la gaita.
La ciudad está rara.
Hay niebla ¿Sabés?
Seguro que no.
Seguro que estás en tu casa trayendo sonidos del más allá
Sonidos que amontonás pero no poseés
Porque por suerte hay cosas que no se poseen.
Ahora estoy acá
En mi casa
Mientras venía vi cosas hermosas.
Pero te decía que la ciudad está rara
Hay niebla
Hay niebla como en la canción de Sumo
Creo que hay niebla en mi espalda también
Hay momentos, cuando pedaleo, que siento que tengo toda la espalda un poco mojada
Y que el viento es frío y es una lámina de hielo
Siento
En esos momentos
Que algunas palabras son así
Son láminas de sudor que se cristalizan con el viento en la espalda o en la memoria




jueves, 6 de junio de 2013

En una habitación pintada de blanco y de paredes rugosas hay un grupo de hombres, sentados en dos hileras de bancos enfrentados. Hay más hombres parados detrás, en los espacios libres. Todos usan camperas de plush azul que dicen Moyano conducción. La disposición enfrentada de los cuerpos brillosos los hace parecer un ajedrez proletario. Al final de los bancos hay una tele parada en un canal de noticias que repite detalles de la novedad del fin de semana: un par de amigos que tiró un cadáver desde la hinchada del  Monumental en el medio del superclásico. Una voz en off cuenta que los dos amigos lograron entrar al cadáver con la complicidad de un trabajador del club, que los conocía desde chicos. La víctima  se llamaba Miguel Rafasioli, de 30 años de edad, y  tras una larga depresión anodina, preso de la indiferencia y la soledad, encontró en sus dos amigos la única y endeble referencia a la cordura. La voz anunciaba una entrevista con los amigos y entonces una nueva imagen aparecía. Los dos amigos salían de una comisaría y un grupo de periodistas los rodeaba. Uno de los dos amigos contaba cómo el suicidio de su amigo había sido algo esperado y que Rafasioli les había hecho prometer que cuando finalmente tuviera el valor, ellos tendrían la entereza para cumplirle sus dos deseos más profundos: estar en boca de todos, para burlarse para siempre de la indiferencia de los suyos, y alcanzar la gloria en el único césped que era motivo de su única pasión, la cancha del millonario. El relato era interrumpido y pasaba a un segundo plano cuando entraba en la sala de paredes blancas un grupo de mujeres de distintas edades. Todas se movían como un enjambre mullido de carne y voces, montadas en la indiferencia provocadora de las mujeres cuando se hacen desear.  La posibilidad de sexo gremialista flotaba en el aire: un montón de porongas enormes envueltas en plush azul, pero de repente y sin ninguna lógica el foco vuelve a estar en las noticias de la tele, donde ahora otro periodista habla de la medida de fuerza que están llevando adelante estos gremialistas. En ese momento entra un tipo corriendo y cierra de un portazo la puerta de la sala de paredes blancas y rugosas. Grita que ahí viene Alicia. Todos sabemos que Alicia es Alicia Kirchner, Ministra de acción social. Cuando termina de decir aliciakirchner aparece en la pared de enfrente una ventana enrejada por donde se ve pasar la cabeza sin cuerpo de la ministra. La cabeza pasa una y otra vez, en la misma dirección. En una de las veces frena frente a la ventana y mira hacia adentro. Saca la lengua y la estira, tratando de alcanzar su nariz. No lo logra. La cabeza sigue su rumbo a la puerta y golpea. El grupo de gremialistas impide el paso en un gesto de poder caprichoso pero finalmente la deja pasar. La cabeza de Alicia entra y se suma al grupo de mujeres bulliciosas. Ahí el sueño se diluye sin más en la segunda escena.  Alguien que no recuerdo y yo llegamos a la puerta de una capilla muy chica que está en el medio del barrio. Yo golpeo una ventanita que está metida en la puerta. Una puerta maciza y oscura. La ventanita se abre y aparece, en el fondo de la capilla, en cuclillas y vestido con un equipo de deportes de tela de avión,  el Indio Solari, que se para y se acerca. Yo le hago un pregunta y el responde con oraciones larguísimas donde se repite una palabra que no logro recordar. Una y otra vez la palabra aparece en las frases del Indio. En el sueño la palabra es un fantasma ácido que va y viene, odioso, entre las pausas. Tratando de esquivar a esa presencia ausente, paso a la siguiente pregunta, que tiene que ver con la noticia de que el Indio vuelve a tocar con Skay. Entonces hablamos del rencor y de la sangre, del cauce infinito del perdón y de los afectos construidos con acordes de psicodelia pero la respuesta nunca termina y yo estoy en la tercer parte del sueño, corriendo por un muelle del Tigre para alcanzar un catamarán. Una vez en el barco entiendo que estoy yendo a mi casamiento.  Me acompaña un pibe de la secundaria, cuyo nombre no recuerdo. Yo todo el tiempo pienso que estamos en el barco equivocado porque no hay caras conocidas alrededor. Nadie me mira ni me reconoce, pero justo en ese momento entran a cubierta dos grupos de hombres, vestidos elegantemente, con la misma actitud de gitano con que habían entrado las mujeres a la sala de los gremialistas. Algo de la similitud me hace pensar que entonces sí estoy en el barco indicado. Cuando llegamos a la isla me encuentro con dos amigas que tienen caras de galleta. Caras aplanadas.  Yo pienso esto en el sueño pero no llego a decírselos porque en ese momento me doy cuenta que con la movida gremialista y la aparición del Indio me olvidé de conseguir un vestido de novia. Me angustio. Entonces una de mis amigas saca de su bolso una billetera tipo sobre que está forrada en una tela amarilla, roja y verde, con espejitos cosidos, que brilla. La abre y saca una estampita de Santa Lucía y mientras me la da me dice que ella cree que esa tela se puede sacar y entonces empieza a desarmar la billetera y a estirar la tela que termina siendo enorme. Mis dos amigas agarran cada una de un extremo y hacen flamear a la tela que se mueve en cámara lenta, muy lenta. Yo digo que con eso nos alcanza para armar mi vestido, y cuando termino de decir esto siento que la tela se apoya sobre mi cabeza y entonces soy una novia virgen jamaiquina. Caminamos por la isla y cuando llegamos a la orilla y extendemos la tela sobre el pasto cerca del río. La suavidad de la tela me hace acordar al plush, no sé si ahora o durante el sueño.