domingo, 18 de julio de 2010

La vida subacuática

El día que decidimos saltar fuimos hasta el puente. Era un día de mucho calor. Las gaviotas sobrevolaban el mar y caían cada tanto en picada como aviones japoneses. Después de unos segundos reaparecían, con el cuello erguido en el vuelo, lleno de carne de pescado que se movía todavía. Los autos pasaban llenos de familias amontonadas, con los techos cargados de tablas y pelotas y mantas y sillas y baldes y palitas y radios y canastas con comida y el sosiego pasajero de las vacaciones.
Nosotros, de espaldas a la ruta, solamente podíamos respirar por última vez el aire húmedo y salado que se nos pegaba en la cara.
Yo no sé en qué pensaba Ana, porque todavía no habíamos aprendido a entendernos a no ser por lo que hablábamos o hacíamos, y aún así muchas veces era imposible estar seguros de que lo que uno armaba en su cabeza podrida era lo mismo que el otro había dejado salir de su cabeza saturada de crucigramas mentales e inconclusos.
Cuando el sol empezó girar contra la tierra supimos que era el momento. En un gesto compartido nos pusimos de espaldas, con las cabezas apoyadas en los hombros del otro, como desnucados vivos. Pasé mis dos brazos por debajo de los de Ana y ella me apretó con la misma fuerza inusitada que desde el primer día me había llamado la atención viniendo de una mujer que parecía más un hada corrompida por las circunstancias que cualquier otra cosa. Saltamos, y como una estaca que se clava en la tierra rompiendo maleficios antiguos tocamos el agua.

La vida ahí abajo no fue lo que esperábamos. Con esto no quiero decir que fuera mejor o peor. Sólo digo que fue distinto. Lo primero que nos maravilló fue que seguíamos vivos. Lo segundo, que podíamos hablar y respirar como lo hacíamos cuando vivíamos en la tierra. Pero más allá del prodigio las palabras no habían perdido su solidez estúpida, así que decidimos permanecer en silencio hasta estar seguros de que los sonidos no serían más que bisagras oxidadas murmurando en alguna lengua inexistente. El aire no importó. Los pulmones se nos llenaron de agua con la primera inspiración y todo siguió latiendo como si los cuerpos también fueran de alguna sustancia líquida.
Cuando los ojos se nos acostumbraron a la luz turbia de la vida subacuática vimos al tiempo que también era el mismo, pero de una lentitud que en la tierra sólo podría significar que uno andaba muerto, o tal vez dormido. Ana me agarró una mano y me guió. Era una buena nadadora, Ana.
La primera noche dormimos entre los dientes de un pez que era de trapo y se movía con un pulso inerme. Yo soñé que era un cuerpo libre de culpas atravesando la pared móvil del agua, llevando y trayendo algunos pensamientos que compartía con Ana sin decirlos en voz alta, sin movernos más que lo que la corriente nos imponía, sin llorar. Ana soñó que respiraba por los ojos y se inflaba de paz. Después subía hasta la superficie y se alejaba de mí por última vez.

sábado, 10 de julio de 2010

Esteban era un hombre que guardaba los fósforos usados en el cajón de los cubiertos, y como prescindía de comer alimentos tradicionales, cuando sentía en el cuerpo algo parecido al hambre, usaba los fósforos para clavarlos en los ojos de pescado que hervía en agua de azar cada noche y que serían, consistentemente, su única ingesta del día.

La casa donde vivía Esteban tenía dos puertas de entrada y cinco ventanas que daban a un mar de espejos. Alrededor del mar había un estanque donde nadaba una carpa naranja y alrededor del estanque cientos de orquídeas que Esteban alimentaba con el musgo que crecía sobre los cachalotes que flotaban en el agua.

Esteban dormía de día y se dedicaba en la noche a distintas tareas que apiladas con un orden extraño que sólo él entendía formaban una vida iluminada por luces artificiales y blancas.

Una de las actividades preferidas de Esteban consistía en sentarse al lado del estanque, cuando el mar no estaba demasiado embravecido, a charlar con la carpa, que aún cuando tenía casi su misma edad, sabía cosas que él no.

Una de las noches la carpa le contó a Esteban lo que sabía de lo perecedero. De lo que significa que el tiempo se vuelva líquido como un vidrio que se ensancha en su base sin que nadie lo note. Esa noche que Esteban escuchó a la carpa hablar del tiempo y entonces de la muerte decidió que si algún día le tocaba morir exigiría que su primera y última voluntad fuera cumplida.

Otra de sus actividades preferidas se iba en pintar las paredes de un galpón trasero con frases de fundamentalistas orientales y occidentales. Fórmulas piramidales y absolutos inútiles que para la gente común eran el ABC de la monotonía que los sostenía y que para Esteban eran un juego sin sentido pero formalmente correcto y por tal hermoso.