sábado, 10 de julio de 2010

Esteban era un hombre que guardaba los fósforos usados en el cajón de los cubiertos, y como prescindía de comer alimentos tradicionales, cuando sentía en el cuerpo algo parecido al hambre, usaba los fósforos para clavarlos en los ojos de pescado que hervía en agua de azar cada noche y que serían, consistentemente, su única ingesta del día.

La casa donde vivía Esteban tenía dos puertas de entrada y cinco ventanas que daban a un mar de espejos. Alrededor del mar había un estanque donde nadaba una carpa naranja y alrededor del estanque cientos de orquídeas que Esteban alimentaba con el musgo que crecía sobre los cachalotes que flotaban en el agua.

Esteban dormía de día y se dedicaba en la noche a distintas tareas que apiladas con un orden extraño que sólo él entendía formaban una vida iluminada por luces artificiales y blancas.

Una de las actividades preferidas de Esteban consistía en sentarse al lado del estanque, cuando el mar no estaba demasiado embravecido, a charlar con la carpa, que aún cuando tenía casi su misma edad, sabía cosas que él no.

Una de las noches la carpa le contó a Esteban lo que sabía de lo perecedero. De lo que significa que el tiempo se vuelva líquido como un vidrio que se ensancha en su base sin que nadie lo note. Esa noche que Esteban escuchó a la carpa hablar del tiempo y entonces de la muerte decidió que si algún día le tocaba morir exigiría que su primera y última voluntad fuera cumplida.

Otra de sus actividades preferidas se iba en pintar las paredes de un galpón trasero con frases de fundamentalistas orientales y occidentales. Fórmulas piramidales y absolutos inútiles que para la gente común eran el ABC de la monotonía que los sostenía y que para Esteban eran un juego sin sentido pero formalmente correcto y por tal hermoso.

1 comentario:

Mateo dijo...

Buenaaa, me encanta la imagen del espejo ensanchándose en la base.