sábado, 30 de enero de 2010

Sombras chinas

Nosotros cuando fuimos chicos éramos especiales. Ella tenía bocas, bocas chiquitas, en algunas partes del cuerpo y a veces, sus bocas cantaban al mismo tiempo canciones de cuna pero sin letra. Ella sabía que allá donde se duerme es mejor que las palabras no entren porque algunas palabras hacen bien para dormir pero la mayoría son bastante corrosivas. Entonces ella y sus bocas chiquitas cantaban, pero sin letra. Cantaban con la la la o con aaaaa aa a, o así. Más o menos así. También algunas veces ella podía sonreír sin mover ninguna parte de la cara. Pero era evidente que sonreía porque los que la miraban no podían evitar ser más felices. Eso pasa cuando uno ve a alguien sonreír. Yo por otra parte era especial de otra manera. Yo cuando era chico podía sacar fotos espaciales. Fotos de las estrellas que estaban desapareciendo por ejemplo. Les sacaba una foto y se las daba a mi abuelo. Mi abuelo tenía dos cosas: una que era especial como yo y por eso podía ver las estrellas de las fotos y la otra es que era triste desde que mi abuela se había muerto. Entonces yo sacaba muchas fotos. Todas las que podía. Y se las llevaba. Si la hubiera conocido a ella por esos años se la hubiera llevado también, para que ella le sonriera y él fuera más feliz. Pero no. Nos conocimos mucho después de haber dejado de ser chicos. Me acuerdo cómo y cuándo pero no importa. Ni a nosotros ni a ustedes, porque ni ese lugar ni ese momento existen hoy.
Nosotros, cuando estamos juntos, a veces, nos hacemos revivir en las sombras sobre la pared. Ella tirada en la cama vale más que cualquier cosa en el mundo y a mí me hace reír de una manera en que no se ríen los hombres. Aprendimos a hacer sombras chinas haciéndolas, como se aprende la mayoría de las cosas importantes siempre. Yo le gano haciéndola a ella, porque aprendí a hacerla como cuando era chica, con las boquitas, y también como es ahora. Con el índice de la mano izquierda puedo hacer casi todas las partes de su cara menos la boca, la única que le quedó, que la hago con el índice derecho y con los pulgares le hago decir todo lo que nunca me dice y que quiero escuchar. Yo a ella le salgo bastante bien. Siempre me hace un poco más petiso de lo que soy y mis ojos no son exactamente de ese color, pero casi. Ella nunca me hace hablar, aunque podría, porque siempre le sobran dedos cuando me hace. Pero no. Ella me hace escuchándola decir todas las cosas que nunca me dice y que quiero escuchar.

viernes, 29 de enero de 2010

Hora de irnos

Nosotros sabemos cuándo es mejor quedarse, o cuándo es mejor irse. Lo que hacemos siempre es quedarnos un poco quietos entre la gente, sea en un salón o en la cancha o en la plaza o en el cine o en la calle o en cualquier lugar. Nos quedamos un poco quietos, un poco alrededor de las cabezas de la gente. Y esperamos. Sentimos muchas cosas. Cosas que son muy distintas. Sentimos cómo nos quieren lejos o cómo la gente se olvida de nosotros. Nosotros, el problema que tenemos, es que nunca terminamos de saber qué somos. Porque los deseos se parecen mucho a los caprichos, a veces. Nosotros siempre estuvimos convencidos de que éramos deseos. Y así íbamos. Sabíamos qué hacer. Pero una vez, un tipo nos dijo que no. Que en realidad éramos caprichos. Y nosotros ahora no sabemos qué creer, porque en realidad nunca tuvimos que creer en nada. Siempre fue al revés. La gente es la que cree en nosotros. Nos crea y nos cree. Pero ahora todo está un poco más confuso. Igual, seguimos sabiendo cuándo es hora de irnos. Es fácil darse cuenta cuando alguien ya no nos cree, es decir, ya no cree en nosotros. Es fácil porque solamente pueden pasar dos cosas que se notan muchísimo. La cosa uno es que la gente deje de creer en todos los deseos, y entonces ahí se vuelve metódica hasta para sacarse los mocos de la nariz y nunca más pifia. En nada. Porque no elige nada y andá a equivocarte si nunca elegís nada. La cosa dos que pasa es que la gente abandona un deseo o un capricho por otro deseo o por otro capricho. Eso pasa todo el tiempo. La cosa uno casi no pasa porque la gente siempre anda deseando cosas. Hasta morirse desea, o se encapricha, da lo mismo. Entonces eso es lo bueno. Que sabemos irnos a calentar otras cabezas. Como somos deseos o caprichos nunca nos encaprichamos con nada. Somos bien libres en ese sentido. Nos vamos sin sufrir y desconocemos el abandono. Cuando dejan de querernos lo que pasa solamente es que somos más libres. Eso es bien distinto a lo que siente la gente cuando dejan de quererla, porque claro, la gente desea o se encapricha y además, no sabe cuándo irse.

lunes, 25 de enero de 2010

Como Matías Rust

Yo muchas veces quería ser como Matías Rust y hacer un poco de todo. Estacionar mi avioneta en la Plaza Roja un día y otro día acuchillar a una enfermera. Zafar de la cárcel y después dar entrevistas a la CNN o a la BBC hablando de nada importante. También quería ser Matías Rust porque me gustaban sus anteojos y la cara un poco rara, mezcla de anacrónica y pervertida. Si. Muchas veces, cuando estaba bastante cansada de estudiar “el piano” quería ser como este tipo. Dejaba lo que estuviera haciendo y me sentaba en la avioneta. Dudaba de todo porque hacía muy poco que tenía mi carnet de aviador. Pero la duda nunca me detuvo. Tocaba los botones con esa cara de experto que sólo usamos los que sabemos poco y nada de lo que estamos por hacer. Cuando volaba usaba un gorrito de aviador como el de Saint Exupéry. Por supuesto esto era una licencia poética que me permitía encantada porque Matías nunca usó un gorrito así, de hecho debe haberlos detestado. Pero yo lo usaba, y también las antiparras. Porque mi avión no tenía cabina. No. Era así, con la cabeza al aire libre nomás. Y andaba y andaba. Algunas de las veces me calmaba, y entonces daba la vuelta y aterrizaba en la terraza del edificio. Pero otras, cuando tenía realmente un mail día, volaba por la ciudad y pasaba cerquita de los edificios. En especial de los que están poblados por montones de palomas. Sí. Pasaba cerca y esas ratas emplumadas salían asustadas y ahí nomás les tiraba con una gomera. Antes ponía el automático, que era lo primero que había aprendido en el curso de aviador. Ponía el automático y les tiraba. Asomaba la cabeza un poquito y las veía caer haciendo firuletes en el aire. Y si tenía un día pésimo, de esos que casi no tengo, me imaginaba al pobre bicho yendo a darle justito en la cabeza a algún hijo de puta. Y ahí sí. Volvía y estacionaba el piano y seguía con mi vida, pero más contenta.

domingo, 24 de enero de 2010

Siempre me gustó caminar por el parque acompañada de algún perro imaginario. A veces mi perro corre a las palomas y yo le silbo, para que venga, y no mate a las palomas. El las corre, y nunca las alcanza, pero yo igual le silbo porque puede ser que un día las alcance. A veces pasa que uno alcanza lo que nunca había alcanzado. Cuando necesitamos más compañía le pedimos a Carlos, el vecino imaginario, que nos acompañe. Y a veces, cuando no está escribiendo o cansado de no dormir, nos acompaña. A mi perro imaginario le gusta que venga Carlos, el vecino imaginario, porque Carlos corre con él. Y entonces yo les silbo a los dos, para que vengan, y no maten a las palomas. En el parque a veces hay un vendedor, que no es imaginario. Es de realidad. De una realidad que no es imaginaria. Porque hay realidades que son imaginarias. Bueno. El vendedor vende manzanitas acarameladas con pochoclo. Y yo, cuando estoy con Carlos, compro dos. Y las comemos. Una de verdad y la otra de imaginario. Las manzanas son lindas de ver pero feas de comer. Los pochoclos no son lindos, pero son ricos. Y el caramelo también. Y hace un ruidito cuando lo mordés. A Carlos morder el caramelo le hace doler los dientes, que son imaginarios, pero el dolor es de verdad. Porque el dolor siempre es de verdad. Cuando llueve nos gusta lo mismo ir a caminar por el parque, y mirar los globitos que se forman en el lago cuando las gotas chocan con el agua. Yo siempre pensé que en cada globito había un mundo imaginario. En miniatura. Y que en ese mundo habría parques, con personas, con perros imaginarios, y vecinos imaginarios, y manzanas acarameladas con pochoclo que hacen doler los dientes cuando las mordés. Pero esos mundos son menos imaginarios que mi perro imaginario, o que Carlos, mi vecino imaginario, porque sólo existen cuando llueve. Y lo imaginario cuanto más existe, cuantas más veces, menos imaginario. Bueno. A mí siempre me gustó caminar por el parque, porque aunque esté sola de verdad el parque guarda las presencias de todos los que lo caminan. Por eso voy seguido.