miércoles, 7 de septiembre de 2011

Cristian A.

Cristián está sentado en la ventana que da al estacionamiento. Las piernas le cuelgan para afuera y él las balancea un poco. Las hace chocar contra la medianera. Chocar y rebotar. Atrás, apoyado en la pared, está el cuadro que terminó hace unas horas. El último de la serie.

Cristian se miró pintado en la tela, colgando, vivo, de una cruz enorme que emerge del mar. El del cuadro mira sin remordimiento, con una sonrisa de bocas cerradas que el de afuera del cuadro nunca tiene. El es de esa gente que se ríe con la boca toda abierta, toda llena de risa que se cae como baba de perros grandes con hambre. Su torso, el del cuadro, un poco torcido sobre sí mismo. Al lado suyo una sirena lo abraza, apoyando una mano sobre sus pectorales marcados por los aparatos. Al otro lado, una princesa lo toca y lo enreda con su pelo que se cae de a metros. Cristian se mira en el cuadro y entiende lo que significa la palabra fin. Va hasta la ventana y entonces es ahora, con las piernas colgando. Todavía hay luz de día. La última luz de un día que es de esos que parece que ya hubiera sido vivido por otro, por alguien que nos contó de los cielos este día. Desde el cielo del cuadro, atrás de Cristian y escondido del cielo de todos, la cara del Che Guevara pintada en colores fluo lo mira. Le mira la espalda, también marcada por los aparatos.

Con los ojos ahora cerrados, Cristian, el que está sentado, se imagina que Cristian, el del cuadro, se baja de la cruz para bajar al Che del cielo. Ve su brazo estirado que se acerca a la cara del revolucionario. Lo acaricia. El Che acerca su boca a la de Cristian y le dice algo sobre las armas.

domingo, 9 de enero de 2011

Tomé el tren a retiro alrededor de las 4 de la tarde y sabía que el tren a Mar del Plata salía a las 8 de Constitución. Iba sin apuro porque sabía que conseguir o no un boleto no dependía de nada más que el azar. Me puse los auriculares y en toda mi cabeza apareció la voz de Shaman Herrera cantando algo sobre perder el control y de como las nenas gritan de placer. Pensé en abrir la botella de vino que había metido en mi mochila pero me pareció que no estaba mal seguir huyendo de la decadencia y que en todo caso siempre había preferido el lugar común: si me emborracho en un tren, que sea entre los cueros sucios del que me lleva a Mar del Plata. Ese es el tipo de decadencia que prefiero. La más común de todas. Siempre me pareció que las cosas viejas, al igual que alguna gente, tenían derecho a esa decadencia que es en realidad un lugar de reposo donde la mediocridad les hace espacio, lejos del juicio permanente de la superación.



Cuando miré por la ventana estábamos a la altura del hipódromo de Palermo. En la pista había cinco o seis jockeys bareando los caballos para las carreras de la tarde. Me acordé de mis dieciseis años, cuando me escapaba del colegio para ir a ver los bareos en el hipódromo de San Isidro. Estar en ese espacio enorme y sin techo era como haber llegado a algún tipo de tierra prometida donde no pensar. Solamente la velocidad en las patas de los caballos y el tamaño ridículo de los Jockeys y el polvo que volaba cuando había viento y los árboles de alrededor de la pista y las voces agudas de los jinetes y esas cosas que por esos años a mí me hacían bastante felíz. El tren frenó. Salí y bajé hasta el subte. LLegué a Constitución. El tren iba lleno de familias numerosas, mujeres gordas que transpiraban hartazgo o acostumbramiento. Chicos y chicos y más chicos y los hombres. Me abstraje mirando cómo se mezclaban los colores de la ropa y cómo las voces de la gente se salían de las bocas como el humo de pensamientos que se vacían en la oralidad.