martes, 26 de enero de 2016

Silvia y Laura

Ellas se conocieron cuando, en uno de sus ataques de ira, Laura rompió un vidrio de un cabezazo. Ungida por la culpa se agacha a juntar los pedazos que se desparraman por el piso y  uno en particular llama su atención. Tiene la forma de un corazón incompleto. Lo agarra y lo aprieta adentro de su mano. Cuando la abre, una sonrisa de sangre en la palma como un oráculo que augura fortuna. Laura se acuesta en el piso, sobre los vidrios, y sonríe. Todo su cuerpo se puebla de bocas sonrientes, de sangre. La internan. Una de las mujeres con las que comparte habitación la adopta como a una hija, como a una amante o como a una cosa que le pertenece. Le acaricia la cabeza, a Laura, cuando a la noche no puede dormir. Ella, a cambio, le saca los piojos cuando la pican más que siempre y la desesperan. La otra mujer se llama Silvia, y está en la clínica porque le gusta más que allá afuera. Hace tiempo que los doctores le firmaron un papel que dice que está tan cuerda como el resto del mundo, pero ella prefiere estar ahí, cobijada en la amabilidad de los que no juzgan. Silvia es escritora. Dramaturga, en realidad, y Laura una maestra de primaria a la que lo que más le gusta en el mundo es cantar. Cantar cualquier cosa. Poesías que ella escribe, los graffitis de la calle, el horóscopo del diario. Cantar para que las palabras salgan más livianas.   

En el tiempo que pasan en la clínica, Silvia le enseña a Laura a hacer barquitos de papel en los que escribe cualquier cosa y que Laura después canta.  A los barquitos los guardan en una caja, debajo de sus camas. Hay que tener cuidado con esos barquitos, las dos saben que el papel también puede cortar. Cuando llueve salen al jardín de la clínica y dejan que los barcos naveguen canaleta abajo. Laura piensa que las frases que Silvia escribió se mezclan con el agua de la canaleta y van a regar el suelo del río con palabras nuevas, porque es ahí donde deben crecer, que si no no se entiende que las palabras calen tan hondo, tan profundo, tan como el agua. 

A los dos meses de estar internada, los médicos le dicen a Laura que se puede ir, que procure mantanerse alejada de los vidrios, los excesos y que practique algún tipo de meditación que mantenga  su autocrítica a raya. Laura le dice a Silvia que mejor se van juntas. Y se van, nomás.

Silvia se consigue un trabajo en la panadería de uno de los amigos que le habían quedado en La Plata. Laura vuelve a su trabajo en la escuela y así la vida engaña con transcurrir sin más, pero un día se da cuenta que no recuerda su propio número de teléfono. Otro día, tiene complicaciones para cantar unas líneas que Silvia le escribió. Otro día, mientras vuelve en el micro que la lleva a su casa, siente la entrepierna mojada y se da cuenta que sin darse cuenta se hizo pis encima, y a los pocos días le diagnostican demencia vascular. La demencia vascular,  es la segunda causa de demencia en adultos, después del Alzheimer. Suele darse en personas de más de 65 años, pero que las excepciones existen es algo que sabemos desde siempre, y esta, es una excepción.
Después del diagnóstico, y de pasar los días sumergida en la tarea imposible de entender que se va a morir a los 30 años, Laura sufre. Sufre porque se va a morir, pero además sufre porque le cuesta mucho recordar las letras. Laura quisiera que la pérdida de memoria se diera en el sufrir, y no en el recordar. Silvia también.

Una noche, mientras Laura lava los platos, Silvia aparece en la cocina con una caja llena de barcos de papel donde estuvo escribiendo frenéticamente frases sueltas pero que de alguna manera milagrosa forman una cosa entera, un todo, algo completo porque no le falta nada. Y así se pasan las noches que siguen. Laura cantando las frases de los barcos y Silvia escribiendo como si eso fuera lo mismo que  respirar.

Un día Laura acepta que se va a morir y decide antes de eso inventar una manera nueva de leer los barcos, y entonces los pega en el ventanal de la cocina y se pasa las horas que Silvia en la panadería, frotando su frente contra el ventanal. Cuando termina de memorizar todos los barcos, mientras canta las frases que forman un himno eterno, estrella su cabeza contra el vidrio. Se acuesta en el piso, y sonríe. Todo su cuerpo se puebla de bocas sonrientes, de sangre. Desde ahí, con su voz húmeda y roja, canta el último barquito que recuerda: si me das tus sombras, yo te doy mi luz, para que descanses vos, siesta y sombra, si te doy mis sombras, vos me das tu luz, para que descanse yo, siesta y sombra.