domingo, 19 de enero de 2014

Heladero

Donde se cruzan la ruta 44 y la 173, en San Rafael, Mendoza, hay dos puentes naranjas. Cuando llega la época de deshielos y el agua llena el dique de Valle Grande la provincia abre las compuertas y libera al río Atuel, que corre hasta los puentes. En abril, las puertas del dique empiezan a cerrarse y el río se desvanece. Debajo de los puentes queda una lámina de piedras, botellas y basura, que espera que el río vuelva. Es a la hora en que todas las cosas se vuelven de sombras, cuando Juan cruza los puentes.
Juan vende helados. Helados de palito, en su moto roja. Anda por la 173, desde los puentes hasta el valle, interceptando locales y turistas, vendiendo helados. En su moto tiene pegadas dos calcomanías. Una de Frigor, la marca de helados que vende, y otra de Jesús,  vestido de motoquero. Atrás del asiento está la heladerita donde lleva sus helados.
El día que lo conocí iba con Sebastián por un camino de tierra que empieza donde termina la ruta. Habíamos caminado todo el día como si caminar fuera lo único para lo que es la vida, jugando a contar los cóndores y las águilas que nos sobrevolaban. Ahí nos pasó Juan en su moto. Paró y nos ofreció sus helados.
Le preguntamos de qué tenía y le compramos dos. Fue sin dudas por lo excepcional del heladero, más que por las ganas de comer helado que le compramos. Cuando le pagamos nos preguntó de dónde éramos y cómo nos llamábamos. Yo Juan, dijo él. Sebastián le preguntó si se vendía bien, por decir algo, o por retenerlo un rato más, y él dijo que le alcanzaba y que además era el trabajo perfecto, sin horarios ni paredes. Sebastián le dijo que era Gardel, y él se rió. Dijo que ahora sí, pero que también había sido Gardel estrolado en Colombia.
Nos contó que era de Buenos Aires, pero que hacía unos años su vida se había ido a la mierda por la crisis y por la merca, sin importar el orden. Como no podía salir su primo hermano, que vivía  en Mendoza, le dijo que se viniera a estar un tiempo, a ver qué pasaba.
Cuando llegó le pareció que había llegado a otro mundo, con las parras, las siestas y las calles de tierra caliente. Su primo tenía en el fondo de la casa esta moto roja, rota desde hacía unos meses. Había sido el último capricho de la convertibilidad. Ahora no tenía plata para arreglarla así que le dijo que si le interesaba podía tratar. Como Juan había hecho la secundaria en una escuela técnica la arregló y entonces usaba las tardes para recorrer San Rafael. Lo hacía porque sentía que la velocidad de la moto compensaba de algún modo la velocidad de su cabeza, y así la cosa era más fácil.
Cuando terminó de contarnos lo único que le importaba contarnos nos recomendó que tratáramos de llegar a la altura del camino donde había una cruz blanca porque era el mejor lugar para ver cómo cambiaba el color de las montañas con el atardecer.

Encendió la moto y se fue. Entre el humo del caño de escape, Jesús vestido de motoquero nos dijo algo que no llegamos a escuchar.   

2 comentarios:

Boy dijo...

avispa.... tu cuento me hace libre, te pone alas.(miguel Hernández)

como, Gardel, cada día lo hacés mejor
el final (será por el humo de la moto?) me llenó los ojos de lágrimas

beso

Boy

Laurelio I dijo...

Linda historia