Donde se cruzan la ruta 44 y la
173, en San Rafael, Mendoza, hay dos puentes naranjas. Cuando llega la época de
deshielos y el agua llena el dique de Valle Grande la provincia abre las
compuertas y libera al río Atuel, que corre hasta los puentes. En abril, las
puertas del dique empiezan a cerrarse y el río se desvanece. Debajo de los
puentes queda una lámina de piedras, botellas y basura, que espera que el río
vuelva. Es a la hora en que todas las cosas se vuelven de sombras, cuando Juan
cruza los puentes.
Juan vende helados. Helados de
palito, en su moto roja. Anda por la 173, desde los puentes hasta el valle,
interceptando locales y turistas, vendiendo helados. En su moto tiene pegadas
dos calcomanías. Una de Frigor, la marca de helados que vende, y otra de
Jesús, vestido de motoquero. Atrás del
asiento está la heladerita donde lleva sus helados.
El día que lo conocí iba con
Sebastián por un camino de tierra que empieza donde termina la ruta. Habíamos
caminado todo el día como si caminar fuera lo único para lo que es la vida,
jugando a contar los cóndores y las águilas que nos sobrevolaban. Ahí nos pasó
Juan en su moto. Paró y nos ofreció sus helados.
Le preguntamos de qué tenía y le
compramos dos. Fue sin dudas por lo
excepcional del heladero, más que por las ganas de comer helado que le
compramos. Cuando le pagamos nos preguntó de dónde éramos y cómo nos llamábamos.
Yo Juan, dijo él. Sebastián le preguntó si se vendía bien, por decir algo, o
por retenerlo un rato más, y él dijo que le alcanzaba y que además era el
trabajo perfecto, sin horarios ni paredes. Sebastián le dijo que era Gardel, y él
se rió. Dijo que ahora sí, pero que también había sido Gardel estrolado en
Colombia.
Nos contó que era de Buenos
Aires, pero que hacía unos años su vida se había ido a la mierda por la crisis
y por la merca, sin importar el orden. Como no podía salir su primo hermano,
que vivía en Mendoza, le dijo que se viniera a estar un tiempo, a ver qué
pasaba.
Cuando llegó le pareció que había
llegado a otro mundo, con las parras, las siestas y las calles de tierra caliente. Su primo
tenía en el fondo de la casa esta moto roja, rota desde hacía unos meses. Había
sido el último capricho de la convertibilidad. Ahora no tenía plata para
arreglarla así que le dijo que si le interesaba podía tratar. Como Juan había
hecho la secundaria en una escuela técnica la arregló y entonces usaba las tardes para recorrer San Rafael. Lo hacía porque sentía que la velocidad de la moto
compensaba de algún modo la velocidad de su cabeza, y así la cosa era más
fácil.
Cuando terminó de contarnos lo
único que le importaba contarnos nos recomendó que tratáramos de llegar a la
altura del camino donde había una cruz blanca porque era el mejor lugar para
ver cómo cambiaba el color de las montañas con el atardecer.
Encendió la moto y se fue. Entre
el humo del caño de escape, Jesús vestido de motoquero nos dijo algo que no
llegamos a escuchar.
2 comentarios:
avispa.... tu cuento me hace libre, te pone alas.(miguel Hernández)
como, Gardel, cada día lo hacés mejor
el final (será por el humo de la moto?) me llenó los ojos de lágrimas
beso
Boy
Linda historia
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