La historia es simple. Un
mujer, joven, se pasa el día tirada en un sillón que está pegado a una ventana
que da a la calle, recordando cosas que no importan si son del pasado o del
futuro, porque lo que pasa adentro de la cabeza está ordenado por un mismo tiempo
inexistente. Mientras tanto, la ola de calor más importante desde 1961 cocina
Buenos Aires y la música de este infierno es el motor de la moto del repartidor
de la pizzería de al lado.
En el relato se mezclan
distintas situaciones que van desde el ataque de palometas a niños que nadan en
el Río Paraná, y que terminan con dedos o falanges mutilados, hasta
un cruce con un cuento de Bolaño, donde el narrador o el personaje se pregunta
por el morbus melencholicus, en
criollo, si es verdad que se puede morir de tristeza. La mujer se acuerda
de una noticia que leyó hace un tiempo en Infobae, sobre un delfín que está al
borde de la muerte debido a la tristeza que le provocó el asesinato de su
entrenadora en manos de un vecino que ya no soportaba los ladridos de los
perros de ella. Al final se descubre que el delfín se estaba intoxicando con un
químico nuevo que echaban al agua. Sin ningún conector narrativo, el foco vuelve sobre
la ola de calor que ya se cobró 23 vidas en el país. La muerte es, según
Wikipedia, un efecto colateral de estos sucesos, un término para el desplazamiento
hacia la mortalidad de corto término. Se ha observado que luego de algunas olas
de calor, hay un decrecimiento compensatorio de la tasa de mortalidad durante
las subsiguientes semanas después del termometeoro. Tales reducciones
compensatorias sugieren que el calor ya mató a quien tenía que morir "en
el corto término subyacente". Las
cosas se compensan, siempre, con mayor o menor nivel de crueldad.
Entonces la historia va alternando entre
acciones mínimas del personaje y algunas apreciaciones en un tono más lírico. La
mujer se acuerda de cuando su abuelo le enseñaba a tirar con el aire comprimido
primero, y con la escopeta recortada después. Apoyar la culata donde termina la
pelota del hombro. Hacer coincidir la mira con el piquito que está al final del
cañón. Si el piquito queda por debajo de la mira o sale para arriba entonces vas
a errar al blanco. Desde la primera vez ella siempre acertó a los blancos.
Cosas así.
Llegando al final del cuento el relato se ve interrumpido
constantemente por los ruidos del motor de la moto del repartidor. Se alternan
recuerdos y ruidos: el motor de la moto/ la voz del abuelo que le dice que a la
escopeta la guarda siempre cargada porque cuando todo se va a la mierda no hay
tiempo ni para cargar la conciencia / el silbido del aire comprimido / el
estallido de la escopeta cuando su abuelo estaba vivo / el motor de la moto /
los pasos de la mina en la escalera que sube a buscar la escopeta / el ruido
del placar donde está guardada / el motor de la moto / el click de la escopeta
/ es verdad, está cargada / el ruido del motor de la moto / los pasos de
la mina que baja la escalera. Y así.
En el último párrafo, el relato se condensa sobre
el estado mental o anímico del personaje, mezcla de aburrimiento mesiánico y
melancolía hirviente, toda una serie de… y entonces la mujer, totalmente
ensordecida por los ruidos de su cabeza decide acallar el único ruido real.
Apoyar la culata donde termina la pelota del hombro. Hacer coincidir la mira
con el piquito que está al final del cañón. Si el piquito queda por debajo de
la mira o sale para arriba entonces vas a errar al blanco. Esperar a que la
música del infierno se acerque.
3 comentarios:
destapaste el lavatorio!
la corriente fue uniforme y cantarina y en la última frase...
toqué
genial....
me parece recordar que no es la primera vez que rozás la hoja con la varita en la última frase,
como si escribieras el final cuando ya te llevara el espíritu santo.
Papaf
Sí, es verdad, lo hago. Gracias por los comentarios.
El viaje está largo...
Y vos escribís muy lindo!
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