viernes, 31 de enero de 2014

Aire comprimido

La historia es simple. Un mujer, joven, se pasa el día tirada en un sillón que está pegado a una ventana que da a la calle, recordando cosas que no importan si son del pasado o del futuro, porque lo que pasa adentro de la cabeza está ordenado por un mismo tiempo inexistente. Mientras tanto, la ola de calor más importante desde 1961 cocina Buenos Aires y la música de este infierno es el motor de la moto del repartidor de la pizzería de al lado.
En el relato se mezclan distintas situaciones que van desde el ataque de palometas a niños que nadan en el Río Paraná, y que terminan  con dedos o falanges mutilados, hasta un cruce con un cuento de Bolaño, donde el narrador o el personaje se pregunta por el  morbus melencholicus, en criollo,  si es verdad que se puede morir de tristeza. La mujer se acuerda de una noticia que leyó hace un tiempo en Infobae, sobre un delfín que está al borde de la muerte debido a la tristeza que le provocó el asesinato de  su entrenadora en manos de un vecino que ya no soportaba los ladridos de los perros de ella. Al final se descubre que el delfín se estaba intoxicando con un químico nuevo que echaban al agua.  Sin ningún conector narrativo, el foco vuelve sobre la ola de calor que ya se cobró 23 vidas en el país. La muerte es, según Wikipedia, un efecto colateral de estos sucesos, un término para el desplazamiento hacia la mortalidad de corto término. Se ha observado que luego de algunas olas de calor, hay un decrecimiento compensatorio de la tasa de mortalidad durante las subsiguientes semanas después del termometeoro. Tales reducciones compensatorias sugieren que el calor ya mató a quien tenía que morir "en el corto término subyacente". Las cosas se compensan, siempre, con mayor o menor nivel de crueldad. 
Entonces la historia va alternando entre acciones mínimas del personaje y algunas apreciaciones en un tono más lírico. La mujer se acuerda de cuando su abuelo le enseñaba a tirar con el aire comprimido primero, y con la escopeta recortada después. Apoyar la culata donde termina la pelota del hombro. Hacer coincidir la mira con el piquito que está al final del cañón. Si el piquito queda por debajo de la mira o sale para arriba entonces vas a errar al blanco. Desde la primera vez ella siempre acertó a los blancos. Cosas así. 
Llegando al final del cuento el relato se ve interrumpido constantemente por los ruidos del motor de la moto del repartidor. Se alternan recuerdos y ruidos: el motor de la moto/ la voz del abuelo que le dice que a la escopeta la guarda siempre cargada porque cuando todo se va a la mierda no hay tiempo ni para cargar  la conciencia / el silbido del aire comprimido / el estallido de la escopeta cuando su abuelo estaba vivo / el motor de la moto / los pasos de la mina en la escalera que sube a buscar la escopeta / el ruido del placar donde está guardada / el motor de la moto / el click de la escopeta / es verdad, está cargada / el ruido del motor de la moto  / los pasos de la mina que baja la escalera. Y así.
En el último párrafo, el relato se condensa sobre el estado mental o anímico del personaje, mezcla de aburrimiento mesiánico y melancolía hirviente, toda una serie de… y entonces la mujer, totalmente ensordecida por los ruidos de su cabeza decide acallar el único ruido real. Apoyar la culata donde termina la pelota del hombro. Hacer coincidir la mira con el piquito que está al final del cañón. Si el piquito queda por debajo de la mira o sale para arriba entonces vas a errar al blanco. Esperar a que la música del infierno se acerque. 

3 comentarios:

Anónimo dijo...

destapaste el lavatorio!
la corriente fue uniforme y cantarina y en la última frase...
toqué



genial....
me parece recordar que no es la primera vez que rozás la hoja con la varita en la última frase,
como si escribieras el final cuando ya te llevara el espíritu santo.

Papaf

Victoria Gandini dijo...

Sí, es verdad, lo hago. Gracias por los comentarios.

Anónimo dijo...

El viaje está largo...
Y vos escribís muy lindo!