Hoy en la sala de espera del dentista
una mujer me contó que era fóbica a los viernes 13. Me enteré que un grupo
numeroso de personas padece, cada viernes 13, temblores en las extremidades, taquicardia,
ataques de llanto inexplicables, y, en el peor de los casos, la supresión de la
conciencia mediante el desmallo. Mientras la mujer me contaba de su
padecimiento insólito pensé en Fer, mi amigo de la infancia y de siempre. Tal vez
porque la última vez que nos habíamos visto me contó que había empezado a
ir a una especie de terapia de grupo que lo ayudaba con sus ataques de pánico. Fer
y yo nos conocimos en segundo grado de
la primaria. El colegio quedaba frente a la Plaza Guadalupe, en Palermo. Cuando
teníamos 10 u 11 años esperábamos los viernes como náufragos. El colegio, con
los curas y el doble turno, era un mar que transitábamos enloquecidos por el
sol permanente del adoctrinamiento. Cuando finalmente el viernes llegaba,
salíamos del colegio y caminábamos hasta
Medrano y por ahí hasta Corrientes, al edificio donde vivíamos. Caminábamos y
hablábamos de las cosas importantes o divertidas de las clases. Como nuestro colegio
era de varones, esas caminatas eran la parte del Diagrama de Benn que nos
cruzaba con las chicas. A veces teníamos suerte y aparecía algún ejemplar que
nos sumergía en un silencio cómplice que duraba un par de cuadras. Cuando llegábamos a casa empezaba lo que
llamábamos Viernes con significado. A partir de ahí, el tiempo era nuestro. Lo
primero que hacíamos era correr alrededor de la mesa del comedor, cantando como
locos una canción que pagaría lo que no tengo por recordar. Fer tampoco la
recuerda, pero los dos sabemos que existía.
Cuando salí del consultorio saludé a
la mujer, que seguía esperando, y ya en la calle me sumé a la fila de personas
que esperaban el colectivo. Googleé en
el teléfono esto de la fobia. Wikipedia confirmaba: El miedo a los viernes 13 se llama collafobia o friggaatriscaidecafobia, siendo una
forma espeluznante de triscaidecafobia. El viernes 13, como símbolo del terror y la mala fortuna, podría tener su origen en una noche de octubre
de 1307 en que Felipe IV de Francia
había mandado a capturar a un grupo de Templarios. En nombre de Cristo, la
Santa Inquisición los había mandado de a uno a la hoguera, condenándolos por
herejía, sodomía y por orinar y escupir en la cruz. Lo que pasaba en realidad
era que los Templarios se habían convertido en los principales prestamistas de
la Europa Medieval, y hasta el mismísimo rey de Francia les debía más de lo que
hubiera querido. Jacqes de Molay, el último Gran Maestre de la Orden, antes de
asfixiarse para siempre en el humo injusto, había “emplazado” a Felipe IV y a
su mano operativa, el Papa Clemente. "¡Clemente,
y tu Felipe, traidores a la fe cristiana, os emplazo ante el tribunal de
Dios!... A ti, Clemente, dentro de cuarenta días, y a ti Felipe, dentro de este
año." Wikipedia aseguraba que el Papa Clemente había muerto a los treinta
días y el Rey Felipe, antes de cumplirse un año. Luego el artículo volvía sobre
esta fobia que exudaba excentricidad.
Entonces volví a pensar en Fer y en los viernes, cuando con un metro treinta de altura, jugábamos a los
penales en el pasillo del piso donde vivía yo. Teníamos suerte. Mi tía, la
hermana de mi viejo, cada vez que venía
a visitarnos nos traía una Pulpito, que
por el pique y el tamaño era perfecta para el fútbol de pasillo. Arriba, donde vivía
Fer, no se podía jugar a los penales. Una de sus vecinas, una vieja frustrada, nos amenazaba cada vez que podía. Nos decía
que iba a hablar con nuestras mamás, aun cuando sabía que la mamá de Fer se
había muerto cuando él era tan chico que ni siquiera había alcanzado a
almacenarla como un recuerdo. Los dos sabíamos que cuando midiéramos un metro
cincuenta íbamos a poder mandar a la vieja a la recalcadísima mierda. Mientras
tanto, nos conformábamos con emplazarla en silencio, confiados en que nadie
puede escaparle a la hoguera de lo justo.