En una habitación pintada de
blanco y de paredes rugosas hay un grupo de hombres, sentados en dos hileras de
bancos enfrentados. Hay más hombres parados detrás, en los espacios libres.
Todos usan camperas de plush azul que dicen Moyano conducción. La disposición
enfrentada de los cuerpos brillosos los hace parecer un ajedrez proletario. Al
final de los bancos hay una tele parada en un canal de noticias que repite
detalles de la novedad del fin de semana: un par de amigos que tiró un cadáver
desde la hinchada del Monumental en el medio del superclásico. Una voz en off cuenta que los dos amigos lograron
entrar al cadáver con la complicidad de un trabajador del club, que los conocía
desde chicos. La víctima se llamaba
Miguel Rafasioli, de 30 años de edad, y
tras una larga depresión anodina, preso de la indiferencia y la soledad,
encontró en sus dos amigos la única y endeble referencia a la cordura. La voz
anunciaba una entrevista con los amigos y entonces una nueva imagen aparecía.
Los dos amigos salían de una comisaría y un grupo de
periodistas los rodeaba. Uno de los dos amigos contaba cómo el suicidio de
su amigo había sido algo esperado y que Rafasioli les había hecho prometer que
cuando finalmente tuviera el valor, ellos tendrían la entereza para cumplirle
sus dos deseos más profundos: estar en boca de todos, para burlarse para
siempre de la indiferencia de los suyos, y alcanzar la gloria en el único
césped que era motivo de su única pasión, la cancha del millonario. El relato
era interrumpido y pasaba a un segundo plano cuando entraba en la sala de
paredes blancas un grupo de mujeres de distintas edades. Todas se movían como
un enjambre mullido de carne y voces, montadas en la indiferencia provocadora de
las mujeres cuando se hacen desear. La
posibilidad de sexo gremialista flotaba en el aire: un montón de porongas enormes
envueltas en plush azul, pero de repente y sin ninguna lógica el foco vuelve a
estar en las noticias de la tele, donde ahora otro periodista habla de la
medida de fuerza que están llevando adelante estos gremialistas. En ese momento
entra un tipo corriendo y cierra de un portazo la puerta de la sala de paredes
blancas y rugosas. Grita que ahí viene Alicia. Todos sabemos que Alicia es
Alicia Kirchner, Ministra de acción social. Cuando termina de decir aliciakirchner
aparece en la pared de enfrente una ventana enrejada por donde se ve pasar la
cabeza sin cuerpo de la ministra. La cabeza pasa una y otra vez, en la misma
dirección. En una de las veces frena frente a la ventana y mira hacia adentro. Saca
la lengua y la estira, tratando de alcanzar su nariz. No lo logra. La cabeza
sigue su rumbo a la puerta y golpea. El grupo de gremialistas impide el paso en
un gesto de poder caprichoso pero finalmente la deja pasar. La cabeza de Alicia
entra y se suma al grupo de mujeres bulliciosas. Ahí el sueño se diluye sin más
en la segunda escena. Alguien que no
recuerdo y yo llegamos a la puerta de una capilla muy chica que está en el
medio del barrio. Yo golpeo una ventanita que está metida en la puerta. Una
puerta maciza y oscura. La ventanita se abre y aparece, en el fondo de la
capilla, en cuclillas y vestido con un equipo de deportes de tela de avión, el Indio Solari, que se para y se acerca. Yo
le hago un pregunta y el responde con oraciones larguísimas donde se repite una
palabra que no logro recordar. Una y otra vez la palabra aparece en las frases
del Indio. En el sueño la palabra es un fantasma ácido que va y viene, odioso,
entre las pausas. Tratando de esquivar a esa presencia ausente, paso a la
siguiente pregunta, que tiene que ver con la noticia de que el Indio vuelve a
tocar con Skay. Entonces hablamos del rencor y de la sangre, del cauce infinito
del perdón y de los afectos construidos con acordes de psicodelia pero la
respuesta nunca termina y yo estoy en la tercer parte del sueño, corriendo por
un muelle del Tigre para alcanzar un catamarán. Una vez en el barco entiendo
que estoy yendo a mi casamiento. Me
acompaña un pibe de la secundaria, cuyo nombre no recuerdo. Yo todo el tiempo
pienso que estamos en el barco equivocado porque no hay caras conocidas
alrededor. Nadie me mira ni me reconoce, pero justo en ese momento entran a
cubierta dos grupos de hombres, vestidos elegantemente, con la misma actitud de
gitano con que habían entrado las mujeres a la sala de los gremialistas. Algo
de la similitud me hace pensar que entonces sí estoy en el barco indicado. Cuando
llegamos a la isla me encuentro con dos amigas que tienen caras de galleta.
Caras aplanadas. Yo pienso esto en el
sueño pero no llego a decírselos porque en ese momento me doy cuenta que con la
movida gremialista y la aparición del Indio me olvidé de conseguir un vestido
de novia. Me angustio. Entonces una de mis amigas saca de su bolso una
billetera tipo sobre que está forrada en una tela amarilla, roja y verde, con
espejitos cosidos, que brilla. La abre y saca una estampita de Santa Lucía y
mientras me la da me dice que ella cree que esa tela se puede sacar y entonces
empieza a desarmar la billetera y a estirar la tela que termina siendo enorme.
Mis dos amigas agarran cada una de un extremo y hacen flamear a la tela que se
mueve en cámara lenta, muy lenta. Yo digo que con eso nos alcanza para armar mi
vestido, y cuando termino de decir esto siento que la tela se apoya sobre mi
cabeza y entonces soy una novia virgen jamaiquina. Caminamos por la isla y
cuando llegamos a la orilla y extendemos la tela sobre el pasto cerca del río.
La suavidad de la tela me hace acordar al plush, no sé si ahora o durante el
sueño.
jueves, 6 de junio de 2013
Suscribirse a:
Entradas (Atom)