jueves, 6 de junio de 2013

En una habitación pintada de blanco y de paredes rugosas hay un grupo de hombres, sentados en dos hileras de bancos enfrentados. Hay más hombres parados detrás, en los espacios libres. Todos usan camperas de plush azul que dicen Moyano conducción. La disposición enfrentada de los cuerpos brillosos los hace parecer un ajedrez proletario. Al final de los bancos hay una tele parada en un canal de noticias que repite detalles de la novedad del fin de semana: un par de amigos que tiró un cadáver desde la hinchada del  Monumental en el medio del superclásico. Una voz en off cuenta que los dos amigos lograron entrar al cadáver con la complicidad de un trabajador del club, que los conocía desde chicos. La víctima  se llamaba Miguel Rafasioli, de 30 años de edad, y  tras una larga depresión anodina, preso de la indiferencia y la soledad, encontró en sus dos amigos la única y endeble referencia a la cordura. La voz anunciaba una entrevista con los amigos y entonces una nueva imagen aparecía. Los dos amigos salían de una comisaría y un grupo de periodistas los rodeaba. Uno de los dos amigos contaba cómo el suicidio de su amigo había sido algo esperado y que Rafasioli les había hecho prometer que cuando finalmente tuviera el valor, ellos tendrían la entereza para cumplirle sus dos deseos más profundos: estar en boca de todos, para burlarse para siempre de la indiferencia de los suyos, y alcanzar la gloria en el único césped que era motivo de su única pasión, la cancha del millonario. El relato era interrumpido y pasaba a un segundo plano cuando entraba en la sala de paredes blancas un grupo de mujeres de distintas edades. Todas se movían como un enjambre mullido de carne y voces, montadas en la indiferencia provocadora de las mujeres cuando se hacen desear.  La posibilidad de sexo gremialista flotaba en el aire: un montón de porongas enormes envueltas en plush azul, pero de repente y sin ninguna lógica el foco vuelve a estar en las noticias de la tele, donde ahora otro periodista habla de la medida de fuerza que están llevando adelante estos gremialistas. En ese momento entra un tipo corriendo y cierra de un portazo la puerta de la sala de paredes blancas y rugosas. Grita que ahí viene Alicia. Todos sabemos que Alicia es Alicia Kirchner, Ministra de acción social. Cuando termina de decir aliciakirchner aparece en la pared de enfrente una ventana enrejada por donde se ve pasar la cabeza sin cuerpo de la ministra. La cabeza pasa una y otra vez, en la misma dirección. En una de las veces frena frente a la ventana y mira hacia adentro. Saca la lengua y la estira, tratando de alcanzar su nariz. No lo logra. La cabeza sigue su rumbo a la puerta y golpea. El grupo de gremialistas impide el paso en un gesto de poder caprichoso pero finalmente la deja pasar. La cabeza de Alicia entra y se suma al grupo de mujeres bulliciosas. Ahí el sueño se diluye sin más en la segunda escena.  Alguien que no recuerdo y yo llegamos a la puerta de una capilla muy chica que está en el medio del barrio. Yo golpeo una ventanita que está metida en la puerta. Una puerta maciza y oscura. La ventanita se abre y aparece, en el fondo de la capilla, en cuclillas y vestido con un equipo de deportes de tela de avión,  el Indio Solari, que se para y se acerca. Yo le hago un pregunta y el responde con oraciones larguísimas donde se repite una palabra que no logro recordar. Una y otra vez la palabra aparece en las frases del Indio. En el sueño la palabra es un fantasma ácido que va y viene, odioso, entre las pausas. Tratando de esquivar a esa presencia ausente, paso a la siguiente pregunta, que tiene que ver con la noticia de que el Indio vuelve a tocar con Skay. Entonces hablamos del rencor y de la sangre, del cauce infinito del perdón y de los afectos construidos con acordes de psicodelia pero la respuesta nunca termina y yo estoy en la tercer parte del sueño, corriendo por un muelle del Tigre para alcanzar un catamarán. Una vez en el barco entiendo que estoy yendo a mi casamiento.  Me acompaña un pibe de la secundaria, cuyo nombre no recuerdo. Yo todo el tiempo pienso que estamos en el barco equivocado porque no hay caras conocidas alrededor. Nadie me mira ni me reconoce, pero justo en ese momento entran a cubierta dos grupos de hombres, vestidos elegantemente, con la misma actitud de gitano con que habían entrado las mujeres a la sala de los gremialistas. Algo de la similitud me hace pensar que entonces sí estoy en el barco indicado. Cuando llegamos a la isla me encuentro con dos amigas que tienen caras de galleta. Caras aplanadas.  Yo pienso esto en el sueño pero no llego a decírselos porque en ese momento me doy cuenta que con la movida gremialista y la aparición del Indio me olvidé de conseguir un vestido de novia. Me angustio. Entonces una de mis amigas saca de su bolso una billetera tipo sobre que está forrada en una tela amarilla, roja y verde, con espejitos cosidos, que brilla. La abre y saca una estampita de Santa Lucía y mientras me la da me dice que ella cree que esa tela se puede sacar y entonces empieza a desarmar la billetera y a estirar la tela que termina siendo enorme. Mis dos amigas agarran cada una de un extremo y hacen flamear a la tela que se mueve en cámara lenta, muy lenta. Yo digo que con eso nos alcanza para armar mi vestido, y cuando termino de decir esto siento que la tela se apoya sobre mi cabeza y entonces soy una novia virgen jamaiquina. Caminamos por la isla y cuando llegamos a la orilla y extendemos la tela sobre el pasto cerca del río. La suavidad de la tela me hace acordar al plush, no sé si ahora o durante el sueño.